La Mesa De Negociación Y La Constitución De 1999
Carlos Sabino
Ahora que ha
comenzado a reunirse la Mesa de Negociación y Acuerdo entre el gobierno y la
oposición, abriendo una brecha para la esperanza en la convulsionada realidad
que vivimos, conviene que nos detengamos un momento a reflexionar sobre los
alcances y las modalidades de las soluciones que pueden darse a la crisis
política que hoy consume a Venezuela.
Lo primero que cabe decir es que la propia instalación de la Mesa expresa la
voluntad de la inmensa mayoría que en el país quiere una salida pacífica, rápida
y democrática. A todos en la oposición, me parece, nos gustaría eso: que sin
derramamiento de sangre, pero sin dilación, Chávez pudiera apartarse del poder y
ser reemplazado por medio de algún mecanismo democrático, consultando al mismo
electorado que, en otro tiempo, lo llevara al poder.
Por supuesto, no piensan así los voceros del gobierno: ellos quieren mantener el
régimen actual, ganar tiempo para reconstruir sus fuerzas, volver a la escena
política como actores capaces de imponer un proyecto político que en poco se
diferenciaría del que ha implantado Fidel Castro en Cuba. Pero, a pesar de todo,
se han tenido que sentar a negociar. No creo yo que lo hayan hecho por vocación
dialogante sino apremiados por unas circunstancias que, por más que quieran, no
pueden ahora desconocer: el cambio profundo de una opinión pública que los
repudia, la presencia en la calle de una oposición que no cede, el malestar en
las fuerzas armadas, la propia crisis económica que en estas circunstancias
resultan incapaces de controlar. El gobierno, así debilitado y cada vez más
aislado en el plano internacional, se aferra sin embargo a un argumento que
-todavía- tiene resonancias positivas en el país y en el exterior: la vigencia
irrestricta de la constitución de 1999.
La misma oposición, en este punto, coincide en parte con el chavismo: tanto los
dirigentes de la Coordinadora Democrática como los militares de Altamira, los
sindicalistas y los empresarios, sin dejar de lado a esos millones de personas
que salimos a manifestar sin descanso, apelamos a la constitución cuando
queremos mostrar nuestras inclinaciones democráticas y nuestro repudio a la
violencia, nuestra fe en la vigencia de las instituciones y nuestra de voluntad
de defender los derechos políticos y civiles. Y en esto creo que, sin querer, le
hacemos muchas veces el juego a este triste gobierno.
Una constitución no es otra cosa que un pacto o contrato que, aprobado por la
mayoría de los ciudadanos y respetado como norma suprema, sirve para dirimir
nuestras diferencias mediante la definición de las “reglas del juego” que se
deben seguir. Si una constitución no goza de apoyo, o es impuesta, o representa
sólo a un sector de la sociedad, deja de ser, en los hechos, una verdadera
constitución, y se convierte en un documento vacío de contenido, útil para el
escamoteo leguleyo, simple coartada para la imposición de una voluntad parcial
sobre el conjunto de la nación.
Los que no tengan la memoria demasiado corta entenderán de inmediato a lo que me
estoy refiriendo: la constitución de 1961, fruto de acuerdos que abarcaron casi
todas las fuerzas del país, resultó funcional y, a pesar de sus fallas, logró
servir como norma máxima durante casi cuarenta años. Pero el presidente Chávez,
que no quiso jurarla al asumir su cargo, se encargó enseguida de violar su
espíritu y su letra mediante un referéndum que no estaba contemplado en absoluto
en su articulado. Manipulando el sistema electoral a su antojo logró, con un 60%
de los votos, escoger al 95% de los constituyentes; impuso su voluntad personal
del modo más implacable –como cuando exigió a sus dubitativos adeptos el cambio
del nombre del país- y, en un referéndum en el que la participación fue escasa,
logró su aprobación con
menos del 40% de los votos totales del padrón electoral. Una fracción importante
del país, posiblemente superior a un tercio, no se sintió representada por un
documento que, confuso y contradictorio y -para colmo- presentado en varias
versiones diferentes, significó que una parte del país imponía su voluntad al
resto, que se avasallaba sin pudor, por obra de la circunstancial mayoría, la
opinión de un sector significativo del país.
Todo esto lo digo, que quede claro, no para defender ningún golpe de estado ni
para dar la espalda a la institucionalidad: lo digo para que no caigamos en el
burdo mito que están tratando de levantar los golpistas de 1992 que, además, se
cansaron de violar la constitución que acababan de promulgar.
Comenzaron enseguida a hablar de algo tan absurdo como la
“supraconstitucionalidad”, a escudarse en lo transitorio para dar un golpe de
estado de apariencia democrática, a interpretar y reinterpretar a su antojo los
artículos que acababan de aprobar.
Ahora, después de todos estos desmanes, parecen vestales impolutas apegadas a un
orden legal al que no quieren ni siquiera rozar con el pensamiento. La maniobra
es burda, pero no por eso menos peligrosa: son demócratas cuando tienen las
encuestas a favor y golpistas cuando saben que nadie los apoya, son legalistas
sólo cuando conviene a sus intereses inmediatos pero nos acusan sin pausa y con
absoluto cinismo de los mismas faltas que ellos cometen día a día. José Vicente
Rangel, un personaje salido del 1984 de
Orwell, nos dice a cada rato, como en ese admirable libro, que la verdad es la
mentira y la paz es la guerra.
La oposición, pienso yo, no debe caer en esta trampa ideológica de factura
bolchevique. Cuando tenemos derechos, derechos elementales como a la vida y la
propiedad, los tenemos como seres humanos, no porque el constituyente nos
los haya reconocido en su farragoso texto; cuando apelamos a la voluntad popular
lo hacemos porque somos demócratas, no porque en el artículo tal o cual se haya
escrito lo que Chávez, por circunstancias que no interesa sondear, se decidió a
reconocernos.
La salida pacífica que reclama el país poco tiene que ver con esos 350 largos
artículos. Tiene que ver con nuestra auténtica voluntad democrática y nuestro
deseo de construir una institucionalidad válida para todos, no para el gobierno
o para la oposición según sean las circunstancias. Proviene de nuestra
convicciones más profundas, no de los lapsos y las argucias que Chávez construyo
en el corto momento histórico en que brilló su estrella. El prudente César
Gaviria, con palabras llenas de sabiduría, lo reconoció hace pocos días cuando
afirmó que la constitución no puede convertirse en un obstáculo para el logro de
la paz y la democracia; Hermann Escarrá, quien firmó aquel texto, ha aclarado
suficientemente que en el derecho moderno la soberanía del pueblo tiene
primacía, en última instancia, sobre la soberanía de la constitución y que el
poder constituyente está en la calle ya desde el 11 de abril.
Cuando los documentos se oponen a los principios y, para peor, están construidos
de manera tal que sólo sirven para agudizar los conflictos, conviene levantar la
vista de los textos legales, consultar con nuestra conciencia y, con valor,
trazar un curso de conducta que se guíe por los principios que hacen a la
esencia de nuestra condición humana: paz, tolerancia, respeto a las opiniones de
los demás, respeto a sus derechos, libertad y justicia.
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http://paginas.ufm.edu/sabino
noviembre 9, 2002