El Caso Venezuela: Los Límites de la Democracia
Carlos Sabino
En Venezuela estamos asistiendo a un proceso político auténticamente original y novedoso que pone a prueba la capacidad de análisis de casi todos los observadores y lleva a reflexionar sobre algunos elementos sustantivos de la teoría política que suelen quedar, por lo general, en un segundo plano del análisis y son discutidos con escasa frecuencia. Uno de estos temas, que resulta crucial para comprender el caso venezolano, es el estudio de los límites de la democracia, problema que tiene directa relación con su evaluación como forma de gobierno y su capacidad para albergar sociedades libres.
En el discurso cotidiano de comunicadores y políticos, y aún en el más elaborado de los medios académicos, prevalece una actitud de apoyo irrestricto a la democracia que, en general, resulta compatible con la defensa de las ideas de gobierno limitado, estado de derecho y protección o expansión de las libertades civiles. La democracia es valorada como muy superior a cualquier forma de dictadura y, aunque se reconozcan sus defectos, se insiste por muy buenas razones en que debe ser mantenida y defendida a toda costa.
No tenemos discrepancias, por cierto, con esta actitud, aunque creemos que es un error tomarla como absoluta y olvidar que la democracia -y por lo tanto la defensa que hacemos de ella- debe tener sus límites. Son fronteras algo remotas, sin duda, que sólo se alcanzan en ciertas circunstancias muy particulares, pero que no por ello son menos reales o importantes. Creemos que el caso venezolano, al que enseguida exploraremos, muestra con nitidez algunas de esas fronteras que resultan invisibles o demasiado distantes en la mayoría de las situaciones normales.
Ya desde la época de la Revolución Francesa, y en especial por el modo en que los jacobinos procedieron en los primeros años de ese proceso, emergió un problema político que tiende a ser olvidado en las prósperas y estables democracias occidentales de hoy: la posibilidad de que una mayoría de ciudadanos, impecablemente democrática, impusiese su voluntad sobre el resto de la sociedad de un modo autoritario y hasta despótico, violando sus más elementales derechos. Durante el período de entreguerras del siglo XX los fascismos, y en algún que otro caso también el comunismo, mostraron al mundo que los mecanismos propios de la democracia podían ser usados con provecho por una minoría decidida para precisamente la misma forma de gobierno que les facilitaba el ascenso al poder. La república de Weimar, aniquilada por Hitler con el apoyo de aproximadamente un 40% del electorado, es quizás el ejemplo más dramático de lo que venimos afirmando.
La democracia, como forma de gobierno, se asienta en dos principios fundamentales: la soberanía popular, que se opone así al principio de la soberanía personal de reyes o caudillos o la más difusa de ciertos grupos aristocráticos, y la regla de la mayoría, un método simple y fácil de aplicar que -aunque imperfecto- resulta efectivo en gran parte de las situaciones normales para resolver las controversias que se presentan. Estos dos elementos, que permiten la alternabilidad de los gobernantes y resultan una valla contra cualquier forma de dictadura, suponen sin embargo la existencia de ciertas condiciones para que puedan de operar. La fundamental, la que nos interesa en este ensayo, es la existencia de un acuerdo básico entre los principales actores políticos respecto a que todos se habrán de someter a las mismas reglas del juego, que todos podrán perder o ganar el poder según sea la voluntad de las mayorías electorales.
Si analizamos cada uno de los pocos casos históricos en que una democracia haya sido destruida desde dentro, por la propia acción de las fuerzas políticas que se mueven en su seno, encontraremos una constante que verifica la afirmación anterior: en todos los casos en que una democracia ha perecido encontramos partidos o líderes políticos que aceptaron la regla de la mayoría para acceder al poder pero que luego, ya instalados allí, construyeron un sistema dictatorial o llevaron los países a la anarquía para ejercer -o tratar de ejercer- un poder absoluto. Comunistas, nazis y fascistas actuaron de esta manera, aprovechando la tolerancia y la apertura de los sistemas políticos en que se desenvolvían para luego modificar esencialmente dichos sistemas y establecer un régimen de dictadura partidaria o unipersonal. Venezuela, según veremos enseguida, se encuadra hoy dentro de este tipo de anomalía institucional.
Una nación que había logrado construir la que era, probablemente, la democracia más sólida de toda Iberoamérica se encontró, a comienzos de los años noventa, en una crisis que habría de conmover los cimientos de su sistema político. La estabilidad de éste se fundaba, en no buena medida, en la acción de un estado que -alimentado por los altos ingresos del petróleo- facilitó durante varias décadas la modernización del país y el ascenso del nivel de vida de sus habitantes. El modelo, fuertemente intervencionista, comenzó a perder efectividad hacia finales de los años setenta y entró en crisis algo después, al punto de que algunas reformas económicas de fondo se hicieron imprescindibles.
En la percepción de los ciudadanos la declinación de la economía y el aumento de la pobreza fue atribuido tanto a las propias tímidas reformas liberalizadoras como a la corrupción de los políticos y de los partidos -que de hecho era abrumadora- a los que se acusó de todos los males concebibles. El fallido golpe de estado que dio el teniente coronel Hugo Chávez en febrero de 1992 concitó, en ese contexto, un apoyo que resultaba sorprendente para una nación que se había opuesto al militarismo y la dictadura con sólida convicción durante varias décadas. Chávez se convirtió así en una figura nacional y, luego del desastroso gobierno de Rafael Caldera, que le concedió una amnistía, alcanzó a vencer en las elecciones de 1998 con un mensaje que supo despertar las esperanzas del electorado.
Chávez prometió un cambio radical del sistema político a lograrse a través de una Asamblea Constituyente, criticó duramente a la corrupción y a los partidos políticos en sí mismos, aderezando su discurso con un mensaje populista de izquierda en el que sobresalía la prédica de la lucha de clases, el odio a los ricos y la promesa de un reparto general de la riqueza como vía para acabar con el empobrecimiento de las mayorías. Ganó con el 56% de los votos y, acto seguido, desconociendo en la práctica la constitución vigente, propuso un referéndum que le permitiera convocar la constituyente prometida. La Corte Suprema de Justicia, inclinándose ante la mayoría, dio luz verde a esta propuesta, que contradecía de plano el ordenamiento jurídico vigente. La excusa fue que la voluntad soberana del pueblo está por encima de cualquier constitución: peligrosa justificación que, según decíamos, abrió la puerta a todos los abusos.
De allí se abrió un período de elecciones que desembocó en la constitución de 1999 -autoritaria y promotora de la anarquía a la vez- aprobada por un 72% de quienes votaron, apenas un 56% del padrón electoral, lo cual implica que de todos los posibles votantes sólo la aprobó el 40% del total. Chávez, entonces, pasó a nombrar autoridades transitorias para todos los poderes públicos. Se pasó a “relegitimar” su presidencia y a votar por una nueva Asamblea Nacional, en la que obtuvo amplia mayoría, y -con todo esto- alcanzó virtualmente el poder absoluto durante el último semestre del año 2000. Fue una especie de golpe de estado incruento, una captura del poder hecha desde dentro, convalidada por una legalidad amañada y puesta al servicio de su persona: la máxima autoridad judicial -el Tribunal Supremo de Justicia que él mismo había nombrado- afirmó que el período de 6 años de su presidencia comenzaba de hecho a fines del año 2000, con lo que podía gobernar hasta el 2007 y reeligirse hasta el 2013. Chávez, envalentonado, afirmó repetidamente que gobernaría hasta el año 2021.
La operación se consumó con éxito: con una fuerza electoral que nunca sobrepasó el 40% del padrón electoral, con un apoyo popular que, según encuestas confiables, superaba a veces el 80% de la ciudadanía, Chávez tenía en sus manos todos los resortes del poder y podía gobernar, si lo quería, en las mejores condiciones posibles: como un dictador que, sin embargo, apareciese ante los ojos del mundo como un gobernante respetuoso de la ley y de las instituciones.
Durante el año 2001 el gobierno chavista avanzó en esta dirección: trató de someter la educación pública y privada a sus designios, quiso conquistar la dirección de las organizaciones empresariales y buscó avasallar y destruir a la Confederación de Trabajadores de Venezuela, que todavía no se plegaba a sus designios, mientras en política exterior construía fuertes lazos con la Cuba castrista y se colocaba como aliado de las FARC colombianas y de países como Iraq, Libia o Irán. Lo más significativo fue que, en noviembre, logró promulgar un paquete de 49 decretos-leyes de marcado corte estatista que, en algunos casos como el de la Ley de Tierras, resultaban de definida orientación comunista.
3. El Renacer de la Oposición
No en vano los venezolanos habían vivido más de cuarenta años en un régimen de libertades que, aunque imperfecto, fue capaz de acostumbrarlos al ejercicio institucional del poder, a la defensa de las libertades de expresión y de asociación, a sostener convicciones políticas definidamente antidictatoriales. Por eso comenzó entonces un renacer de la actividad contraria al régimen que hizo que se escucharan con mayor atención las voces de quienes siempre nos habíamos opuesto a Chávez y engrosó rápidamente las filas del sector que adversaba su proyecto político de control absoluto sobre la sociedad. El gobierno perdió apoyo de un modo vertiginoso -pasó del 70% al 35% entre marzo y diciembre de 2001, según encuestas confiables- y la oposición logró paralizar el país el 10 de diciembre de ese año y organizar gigantescas manifestaciones que pedían la renuncia del presidente en los meses subsiguientes.
Chávez, empeñado en perpetuarse en el poder y todavía creyendo tener un amplio respaldo entre las masas, no acertó a reprimir a tiempo a la oposición y, cuando quiso hacerlo, se encontró con que ya no podía hacerlo: las reacciones que suscitaban sus acciones eran cada vez más amplias, sus amenazas no surtían el efecto de amedrentamiento deseado y, al contrario, generaban un repudio cada vez más intenso y más extendido. Los medios de comunicación alertaban a la ciudadanía, impedían abusos y, aunque eran constantemente amenazados y chantajeados, no lograron ser silenciados por el gobierno.
La crisis política desembocó en los confusos sucesos del 11 de abril, cuando por órdenes presidenciales fue detenida a tiros una manifestación que se encaminaba hacia el palacio de gobierno provocando casi una veintena de muertos. Chávez fue desconocido como gobernante legítimo por el alto mando de las fuerzas armadas y, aparentemente, presentó su renuncia; los militares entregaron entonces la presidencia al dirigente de los empresarios, Pedro Carmona. Su efímero gobierno intentó detener a algunas figuras del chavismo y desconocer los poderes públicos vigentes, se produjeron serias divergencias en el campo opositor y, finalmente, el caudillo populista retornó al poder dos días después.
Pero ni Chávez ni la oposición cambiaron. El presidente, después de una breve etapa de relativa moderación, siguió tratando de imponer su proyecto socializante; la oposición se reagrupó, cobró más fuerzas y hoy -a finales de octubre, cuando escribimos estas líneas- una inmensa mayoría en todo el país busca desesperadamente los medios para lograr la salida de un mandatario que, sin la menor duda, ha tratado de utilizar el sistema democrático para destruirlo y actuar como un dictador ungido de poderes absolutos.
La crisis, sin embargo, todavía no se ha resuelto y se hace muy difícil prever el modo en que podrá evolucionar. La oposición a Chávez se encuentra atrapada en un dilema fundamental que, de un modo muy notable, disminuye su capacidad para la acción. Por una parte sabe que no puede tolerar la existencia de un régimen que, a la menor oportunidad, continuará con su escalada autoritaria y tratará de llegar a un punto en que desaparezca toda oposición y se implante de una vez la dictadura; pero, por otro lado, son muchos los que comprenden que la propia institucionalidad impuesta por el chavismo impide prácticamente toda salida pacífica dentro del sistema y obliga, de un modo u otro, a romper con el hilo constitucional.
Porque, a diferencia de lo que ocurriera en el Chile de Salvador Allende, por ejemplo, Chávez cuenta con una ventaja adicional a lo que de por sí significa haber llegado al poder mediante elecciones: tiene “su” propia constitución, prácticamente elaborada a la medida de sus necesidades y aprobada durante el cénit del chavismo. Con este instrumento, al que recurre constantemente -y con un hábil manejo político que lo presenta como un demócrata opuesto a los “golpistas”- controla de un modo efectivo todos los mecanismos del poder y hace muy difícil, si no casi imposible, que se lo pueda derrotar usando las reglas del juego que él mismo ha impuesto.
El hecho de que resulte tan problemática una salida institucional no significa, sin embargo, que sean mayoría los que desean recurrir lisa y llanamente a un golpe de estado. Una salida de ese tipo, muy dificultosa además por el control que ejerce Chávez sobre los oficiales con mando de tropa, apartaría a los civiles de la política, provocaría una incómoda situación internacional y, lo que es peor, concretaría de algún modo la amenaza de una dictadura que es -precisamente- lo que se objeta del gobierno de Chávez. Pero en política, y así lo muestra la historia con meridiana claridad, nunca se abren caminos sin costo, nunca es fácil elegir entre las diversas opciones que la realidad efectivamente ofrece.
Por todo lo negativo que pueda tener un golpe militar hay sin embargo una importante franja de la opinión pública venezolana que, en estos momentos, prefiere ya una salida de este tipo o, al menos, que aceptaría con generosa benevolencia alguna forma de ruptura del hilo constitucional. No por falta de consciencia democrática, por cierto, sino porque intuye que no hay otra forma de quebrar el intento de hegemonía chavista, que la institucionalidad creada por el régimen es incapaz de producir una rectificación, que el proyecto de Chávez es insoportable tanto en el largo como en el corto plazo.
Por eso, pensamos, los venezolanos estamos en la incómoda situación que vivieron los chilenos entre 1971 y 1973, enfrentados a las duras alternativas que precedieron a la Guerra Civil Española, en una situación que, bien mirada, se asemeja en algo a la que vivieron las potencias occidentales cuando Hitler comenzó su aterradora marcha hacia la guerra. Queremos paz, queremos democracia, pero nos encontramos frente a un adversario que no vacilará en aplastarnos si no nos oponemos a él con la mayor decisión. Las formas concretas que adopte este enfrentamiento, como todo en la historia, están veladas por ahora por nuestra incapacidad para penetrar el futuro. Observando más de cerca las formas en que hoy lucha por su libertad la ciudadanía venezonala, sin embargo, podremos obtener algunas claves que nos permitan comprender la forma en que se desarrollará esta decisiva batalla final.
5. Una ciudadanía activa presagia el fin del chavismo
En los últimos años se han producido algunos cambios significativos en la opinión pública del país que deben destacarse en estas páginas. De una sociedad que, en buena medida, aceptó con ingenuidad las promesas de Chávez y sucumbió sin mayor resistencia al culto del gobernante iluminado, se ha pasado a un país que tiene ahora aguda consciencia del valor -no sólo económico, sino también político y moral- de la propiedad privada como derecho básico del ser humano. Esta actitud se complementa además con un firme repudio al comunismo en todas sus variantes que, de algún modo, sólo existe en las sociedades que han visto de cerca lo que ese régimen significa o lo han padecido directamente. Ya no hay la ingenua percepción de un Fidel Castro como un luchador idealista ni la defensa de una Cuba socialista “con grandes logros en salud y educación”: ahora se comprenden con nitidez las mentiras y las falacias de un sistema que representa a la vez una esclavitud política y económica y que, si no estamos vigilantes, puede todavía renacer de las cenizas de 1989.
El movimiento popular que hoy se opone a Chávez tiene un vigor y una espontaneidad que es difícil de imaginar para quienes no hayan visitado a esta Venezuela donde la policía política no puede hacer allanamientos porque la gente lo impide con sus cacerolazos, donde se amenaza desde el poder a unos medios de comunicación aclamados en todas las manifestaciones, donde cualquier grupo de vecinos sale a la calle, con sus banderas, pitos y cacerolas, a la menor provocación del gobierno o al llamado de algún líder -civil o militar, obrero o empresario- que alcance a hablar con valentía. Es un movimiento amplio, que se extiende ya sin matices en todos los estratos sociales, que no tiene una ideología definida sino más bien una meta común: sacar a Chávez del poder.
La desobediencia civil, como último recurso de los ciudadanos desarmados, ya se extiende en estos días nerviosos y cargados de acontecimientos. La gente, para decirlo llanamente, ha perdido el miedo, se moviliza sin cesar y está dispuesta a seguir en esta lucha digan lo que diga la OEA, el Departamento de Estado norteamericano o cualquier organismo internacional. Las salidas, sin embargo, son complejas, laboriosas y probablemente todavía impongan algún tiempo más a esta lucha incesante.
Lo que podemos afirmar, para concluir, es que más allá de la democracia, más allá de la institucionalidad, los pueblos entienden que a veces es preciso utilizar todas las armas, todos los recursos, cuando se amenaza directamente su libertad.
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