Venezuela: Lucha
Desesperada
Carlos Sabino
Poco a poco, a medida que se va conociendo con más fidelidad lo que ocurre dentro de las fronteras de Venezuela, el gobierno de Chávez va perdiendo el apoyo internacional que en un momento tuviera. Ya no es percibido como un demócrata que, aunque pintoresco e inclinado ciertamente al populismo de izquierda, resulta más o menos inofensivo a pesar de su lenguaje desmesurado y de ciertos gestos inquietantes. Ahora, en cambio, ha pasado a convertirse en parte de ese complejo panorama mundial al que pertenecen el régimen dictatorial de Saddam Hussein, las armas nucleares de Corea del Norte y el terrorismo. Chávez es visto ya como un peligro, o como una figura peligrosa, y se aprecian con bastante claridad las amenazas que su régimen supone para el equilibrio de la región y para el abastecimiento petrolero mundial.
El sueño de construir una especie de frente latinoamericano de gobiernos de izquierda, al que podrían pertenecer Lula en Brasil, Lucio Gutiérrez en Ecuador y -de un modo más disimulado- las despiadadas guerrillas colombianas, se ha desvanecido apenas esos nuevos gobernantes asumieran sus cargos a comienzos de este año. Nadie quiere para sus países la inestabilidad y el conflicto permanente que caracterizan hoy a Venezuela y que la han colocado ya al borde del colapso; nadie desea un conflicto de carácter continental que pueda arrastrar a sus naciones a abismos imprevisibles de violencia sino una salida pacífica, negociada, que resuelva nuestra crisis de un modo civilizado.
Pero, aquí, en Venezuela, estas noticias no despiertan demasiado optimismo.
Aunque valoradas como un triunfo de la causa opositora, que intenta por todos los medios legales impedir la dictadura de Hugo Chávez, el positivo viraje de la opinión pública internacional es apenas un ingrediente más en una lucha desesperada que, todos lo saben, debe ganarse dentro de las fronteras del país.
Los últimos acontecimientos nacionales muestran, una vez más, la gravedad de una situación a la que no se le ve solución cercana. Mientras la Mesa de Negociación y de Diálogo, que preside el Secretario General de la OEA, César Gaviria, avanza lentamente por las obstrucciones del gobierno y no promete una salida electoral antes de agosto próximo, el país sigue soportando las acciones de un gobierno que ya parece haber perdido la poca sensatez que en algún momento tuviera.
Se ha aprobado, aunque sólo en primera discusión, una ley que permitiría el control total del gobierno sobre los medios de radiodifusión privada. La estatal PDVSA, casa matriz del petróleo, está siendo desmantelada sistemáticamente por medio de una depuración que alcanza la alucinante cifra de 12.000 despidos: toda la estructura gerencial y buena parte de la operativa han sido eliminadas, mientras siguen las colas de los automovilistas que pugnan por conseguir el poco combustible que el gobierno importa y distribuye.
La venta de divisas está suspendida mientras se prepara un rígido sistema de control de cambios, que augura para los venezolanos un grave desabastecimiento al que estimulará a su vez la fijación de los precios de cientos de productos a precios visiblemente absurdos. Y el mismo Chávez se ha encargado de confirmar lo que aquí todos anticipábamos: las divisas se entregarán a los amigos del gobierno, de un modo discrecional y totalmente politizado. No habrá dólares para quienes se opongan a los designios del incipiente dictador.
Mientras la economía se hunde -el año 2002 ha traído un descenso en el PIB del 8,9%- y las salidas electorales se postergan, el gobierno se aferra al poder desnudo y la oposición continúa su lucha en las calles y como puede para presionar por algún tipo de mecanismo legal que pueda terminar con el gobierno de Chávez.
No parece posible, por ahora, que se produzca un cambio rápido en este increíble drama: la economía seguramente empeorará, aumentando las penurias de una población que ya está al límite de sus fuerzas, lo que provocará un mayor descontento y tal vez una ampliación de las fuerzas opositoras. Chávez se irá quedando solo para dar la última batalla contra un pueblo que ya, hace tiempo, lo desconoce como su legítimo gobernante.