(Historiador y político, Simón Alberto Consalvi ha sido Canciller, Ministro del Interior y Presidente Encargado de la República)

Renuncie usted, señor Presidente / Simón Alberto Consalvi

El daño que Hugo Chávez Frías le han infligido a Venezuela no tiene precedentes en ninguna de las etapas republicanas. Esta frase no se escribe con facilidad, ni como un recurso retórico, o un ejercicio banal de oposición; la escribo con profundo pesar, al mirar al país devastado por las pasiones, por un discurso basado exclusivamente en la violencia, la negación y el rencor. Su presencia en la presidencia de la República le ha traído a los venezolanos incontables desgracias.

Es hora de decirle que ya basta. Que no hay razón política, humana o ética para que continúe en la jefatura del Estado. Que la Constitución ampara a los gobernantes en el ejercicio legítimo del poder, pero no más allá. Fue perdiendo su legitimidad en la medida que deformaba la esencia del pueblo, y nos regresaba a los tiempos deplorables de la guerra federal, época que entró a los anales por su destrucción y sus odios. Usted hizo de uno de los protagonistas de esta guerra uno de sus ídolos, colocándolo al lado nada más ni nada menos que de Simón Bolívar y Simón Rodríguez. ¿Qué podía tener de común aquel guerrillero con El Libertador y con el filósofo, ambos seres pensantes?

Adulterar la historia y sus protagonistas fue una de sus primeras violencias. Con el laberinto de sus confusiones conquistó a los pobres de espíritu, pretendiendo reencarnar en su persona a tres de aquellos personajes. Usted se siente Zamora, se siente Bolívar, se siente Rodríguez, y habla indistintamente de ellos como su representante en la tierra. A estas alturas de su paso por el poder, Venezuela dejó de ser el país imperfecto que siempre había sido, para convertirse en tierra de cenizas, condenada a la incertidumbre y a la desazón, un país que ahora anda, como nunca, en procura de alguien que nos de una mano amiga que nos detenga al borde del abismo. Damos lástima. Es su obra.

¿Qué razones pueden explicar o justificar la permanencia en el poder de quien ha disminuido tan radicalmente a su tierra? Con la excepción, quizás, de dictadores aberrantes, en pueblos doblegados por el terror o la miseria moral, ningún jefe de Estado o líder se obstina, contra viento y marea, en imponer sus designios, a dominar como si fuera un castigo de Dios. Siempre encontraron en la renuncia o en el retiro un cierto destello de nobleza.

La historia está poblada de ejemplos, incluida la historia de Venezuela, en etapas en que los caudillos comprobaron que su presencia en el poder dañaba a la sociedad. Cayeron, renunciaron por su propia voluntad, o respondieron a las presiones colectivas. Pero cedieron, prefirieron irse. Es lo que debe hacer ahora el Presidente de la República.

Derrocado y asilado en la embajada de Francia, el general José Tadeo Monagas le pidió perdón a los venezolanos por haber instaurado un régimen personalista, inmoral y nepótico. Pidió clemencia. Cuando José Antonio Páez, (a quien usted llamó traidor), cometió el error senil de regresar al poder como dictador en 1861, más instrumento ajeno que de sus propias ambiciones, al escribir su Autobiografía se avergonzó tanto que terminó esas páginas con esta frase desoladora, pero honrada: “Termino, pues, la historia de mi vida donde debió haber acabado mi carrera pública”. Dejó que otros contaran esos capítulos. Allí mismo dijo: “Es seguro que en tantos años de carrera pública habré cometido yerros de más o menos consecuencia; pero bien merece perdón quien pecó por ignorancia, o por concepto equivocado. Mi propio naufragio habrá señalado a mis conciudadanos los escollos que deben evitar”.

Si ni Monagas ni Páez son para usted referencia, piense en Bolívar. Cuando advirtió desconsolado que del castillo de naipes de la Gran Colombia no quedaba sino un desierto de odios y rivalidades, se asomó al abismo del día final y dijo lo que usted tanto repite: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. No se le pide a usted tanto. Sólo el país clama porque deje de ser el factor de división que usted es desde 1999, cuando tomó posesión de la presidencia de la República aboliendo la propia Constitución ante la cual juraba, prometiendo una Constitución para los nuevos tiempos que devino en Constitución de nadie.

Reconozca, señor Presidente, la equivocación de la historia que usted encarna. Usted, en efecto, ha debido triunfar en el golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. No había otra manera de que usted llegara al poder que por la fuerza de los tanques y de los bombarderos. Habrían sido graves, sin duda, aquellos daños, pero no tanto ni tan deplorables como los causados por su arribo a la presidencia a través del voto popular. Nada tan inmerecido. Quizás usted esté en el deber de contribuir a rectificar esta anomalía del destino.

Mientras usted, señor Presidente, esté en la presidencia de la República no habrá paz en Venezuela. Usted es el ángel exterminador que castiga y divide. No hay razón alguna, de ninguna naturaleza, que justifique su permanencia en el poder. Ninguna razón puede ser más fuerte que la paz de los ciudadanos; cuando aquí escribo paz, me refiero también a la paz de las conciencias.

Éramos, hasta su aparición, una nación imperfecta. Sin embargo, había mucho de lo que nos sentíamos, si no orgullosos, al menos recompensados. El clima de la democracia abolida por usted no conoció masacres como las del jueves 11 de abril o las del viernes rojo 6 de diciembre. El calendario del año 2002 pasará a la historia cubierto de sangre. Como en los tiempos de fuego y rencor de Zamora.

Petróleos de Venezuela era una corporación que nos presentaba ante el mundo como un país contemporáneo. Garantizaba los ingresos del Estado, y era una entidad confiable, preservada de las tentaciones políticas. Al destruir a Petróleos de Venezuela, usted destruyó también el espejo en el cual podía mirarse el venezolano común como una demostración de que éramos capaces de construir algo basado en el profesionalismo y la idoneidad.

Nadie ha tenido, señor Presidente, la capacidad de destruir, de abatir, de desestabilizar un país y una sociedad como usted. Renuncie usted, señor Presidente. Renuncie. Piense en Páez: “Mi propio naufragio habrá señalado a mis conciudadanos los escollos que deben evitar”.

Quizás la historia recoja su gesto con benevolencia

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