Un fenómeno novedoso en la política llama la atención de la ensayista María Fernanda Palacios. Se trata de la progresiva toma de conciencia que ha llevado a gran parte de la ciudadanía a ocupar las calles en actitud de protesta contra la situación actual del país. Con una trayectoria de más de 30 años en la investigación y en las aulas universitarias, no es primera vez que la autora de los libros de ensayo Sabor y saber de la lengua, Aproximación a la palabra escrita en Venezuela e Ifigenia, mitología de la doncella criolla, se enfrenta al análisis de los problemas de la sociedad moderna venezolana. Académica, poeta y ex directora de la Escuela de Letras de la UCV, Palacios ha publicado el poemario Por alto/por bajo, Pintura y vida (una aproximación a la obra de Mercedes Pardo) y, más recientemente, versiones de poemas de Ana Ajmátova
María Fernanda Palacios escritora
En términos de poder, el país va para peor y “la persona en cuestión” insiste de manera cada vez más descarada en su siembra de odio. Sin embargo, también es cierto que el movimiento de oposición no ha dado marcha atrás –hasta parece haber madurado un poco, y sería necio negar que la Coordinadora Democrática es un logro político importante. Pero ya los políticos y analistas se encargan de ahondar a diario en este asunto. En estas líneas me limito a considerar, desde otro ángulo, lo que está ocurriendo en la conciencia de una parte significativa de los venezolanos. Observar cómo, todo aquello que políticamente se expresa como ingobernabilidad, división y extrema radicalización de la sociedad, ha provocado un movimiento de conciencia que ha abierto en muchos de nosotros una rendija liberadora y peligrosísima a la vez. Por esa rendija está pasando un río de gente: la conciencia tomó la calle y la calle, a su vez, entró en la conciencia de muchos que vivían de espaldas a ella. La suma y el crescendo de hechos inasimilables para la conciencia ordinaria, está haciendo su trabajo. Y quizá ahora podamos comprender las palabras que Dostoyevski puso en su “hombre del subsuelo”: &# 8220;¿Por qué están tan seguros, tan convencidos de que sólo lo normal y lo positivo, es decir, sólo lo que promueve el bienestar del hombre, resulta beneficioso para él? Quizá el sufrimiento le resulte tan beneficioso como el bienestar”. Cuando las cosas empeoran la conciencia despierta. Lo cual no quiere decir que “acierta”. Pero una cosa es equivocarse y otra engañarse. Sin duda, siempre es posible cegarse ante una realidad que nos maltrata y banalizar la tragedia o colorearla heroicamente para que no duela. De hecho ha sucedido antes y está sucediendo ahora, pero esta vez un amplísimo sector de sociedad está lo bastante abonado por el horror, para no ceder y atreverse a mirar de frente el barranco en que se halla. De allí el paradójico valor de lo que estamos viviendo. Y no será la primera vez que la espantosa capacidad de improvisación, el resentimiento y la megalomanía de un gobernante cumplen un papel revulsivo en la sociedad. La carga de destructividad que ha detonado este “proceso” ha provocado un desorden mayor en el alma de los venezolanos. Y este pueblo que sí es violento y que sí se permite olvidar, quizá ha empezado a comprender qué significa esta violencia nuestra, de dónde viene y qué cosas no debe olvidar. Una lección de desengaño Cuando, más allá de las divisiones políticas, se fractura el engranaje psíquico entre los distintos miembros de una sociedad, la pega no se vende en la botica. Hay fracturas para las que no hay yeso ni clavos que la peguen. Y quizá éste sea el momento para ver la cara destructiva del ideal. Ya que hasta ahora se creía que bastaba con cambiar de ideal o culpar al que los pervertía. Quizá ahora podamos reconocer el lado grotesco de la ideología. Porque hasta ahora creíamos que había ideologías grotescas: la de los otros; e ideologías buenas: la mía. En fin, esta fractura provocó un despertar donde la conciencia individual, en medio de su confusión, empieza a moverse de manera más libre y desengañada. No quiero decir que ahora estemos en terreno seguro, ni que las cosas se van a resolver como en un cuento de hadas. Pero aun cuando nada nos garantice que vamos hacia algo mejor, reconozcamos al menos que seguir ignorándolo sería mucho peor. Podría ocurrir que, milagrosamente, la confrontación política se atenuara, que con palabras y acuerdos se amarrara una venda por encima de la grieta; y si eso ocurriera, todo caería de nuevo en el h ueco de la historia, para seguir enconándose como resentimiento, hasta rebotar de nuevo en la primera oportunidad. Los tiempos de abundancia fueron tiempos de pérdida para el alma. Y si es cierto que el país estuvo mal gobernado, también es cierto que los gobernados patinábamos una y otra vez sobre el mismo error. Así que apenas estamos descubriendo un escenario trágico que hasta ahora habíamos escamoteado con proyectos titánicos, fantasías utópicas y simplismos ideológicos. Es cierto que el país parece ir a la deriva y nosotros con él. Pero al menos sabemos que esa falla sobre la cual lo habíamos edificado está también dentro de nosotros: cisma en el alma llamó el historiador Arnold Toynbee a ese estado. Digo “cisma en el alma” porque creo que la facultad mediadora con la que veníamos funcionando, nuestra manera de registrar la realidad, se agotó. Y si bien carecemos de puentes anímicos para “salvar” la situación, tampoco podemos seguir haciéndonos los locos como lo hacíamos hasta ahora. Después de una lección de desengaño ni las declaraciones oficiales “fabricadas”, ni las posiciones que se “adoptan”, ni los argumentos que se “esgrime n”, ni el histrionismo o los anuncios providenciales, nada de eso es ya creíble ni convence a nadie. Y por eso ya no hay “diálogo” posible. El oído, resabiado, ahora conoce el poder de la palabra y reconoce la palabra del poder. No cree en compromisos ni “palabras de honor”. Aquí se acabó eso del “honor” de la palabra. Agradezcámoslo en vez de llorar sobre las ruinas de una retórica fraudulenta: el fraude del énfasis heroico falseando las crasas realidades. En el venezolano medio hay algo que “ya no come cuento”. Y nada de esto invalida el que, en el plano político, se luche por establecer acuerdos y conseguir alternativas políticas al caos y la violencia. Pero esta nueva conciencia podría evitar que nos dejemos llevar nuevamente por las expectativas pueriles, los fraudes que tapan los fracasos, el desdén hacia las realidades que no encajan en los sueños y los proyectos redentores para encubrir la ruina. No es la imposición “mediática” de un clima de confianza, ni anuncios optimistas, lo que necesitamos, sino apuntalar, con más reflexión y menos opinión, una conciencia de las dificultades, del atolladero y de los desacuerdos profundos con los que tenemos que convivir. Y quizá el que la conciencia se mantenga en la calle ayude a que así sea. La ciudadanía no necesita héroes La “ingobernabilidad” es la acepción política del caos y, obviamente, es algo que debe resolverse: el país debe hacerse gobernable. Pero esa tendencia sana y racional se ve frustrada por la dinámica autónoma que se ha desatado en las instancias mismas de gobierno. Lo que hay en este momento como poder no es un “orden” sino un desorden. De allí que hasta ahora resultaran siempre cojas las comparaciones con las dictaduras clásicas. Pero se sabe que mientras más avanza un régimen hacia la dictadura, menos gobierna y más se engaña. Este régimen tiene el extraño mérito de haber puesto al descubierto la lógica del poder: el ciudadano común ha comprobado cómo su docilidad o indiferencia contribuye a la instauración y ejercicio de ese poder. De manera intuitiva, la sociedad parece haber entendido que todos somos, a la vez, víctimas y artífices de los abusos de este poder, porque al permitir el abuso, al dejarlo pasar, se lo alimenta y fortalece. Esta conciencia permite romper el círculo vicioso de la culpa ya que, hacerse responsable de lo que nos pasa no es igual a sentirse culpable o acusar a otros. Y eso que se ha hecho consciente aflora y cristaliza de manera concreta en la conducta de la gente. De allí el valor de la rebeldía ciudadana, sea o no “conveniente” políticamente, sea o no exitosa, esté o no bien organizada, conduzca o no a ciertos logros. El punto de partida ha sido un arresto de coraje individual; digo coraje en el doble sentido de valentía y de rabia que esa palabra tiene en español. Se da un primer paso, y ese paso tiene el mérito de ser siempre individual: ya sea asomarse al balcón a tocar una cacerola, manifestar en la calle o firmar una petición de renuncia. Así, esa protesta multiplicada es una voz colectiva pero hecha de conciencias individuales. Cuando un individuo se defiende porque lo atropellan, es señal de que sus instintos funcionan, pero cuando ese mismo individuo reacciona y se enfrenta al abuso que le hacen a otro, es ya señal de una conciencia superior, llamémosla política o ciudadana, y es la sociedad misma la que está reaccionando a través suyo. Si tomamos en cuenta el complejo “heroico” de los venezolanos, esto tiene un valor todavía mayor, puesto que en este tipo de acciones ya no se puede hablar de “heroismo”. Lo que tenemos frente a nosotros es una sociedad que ha empezado a prescindir (y seguramente a desconfiar) de los héroes. Que está quizá, al fin, cansándose de ellos. Que ya no necesita de héroes que la arruinen y sometan. Todo ello parece confirmar que se están dando cambios profundos en la conciencia colectiva. El valor de la protesta callejera La reciente y progresiva movilización de la ciudadanía en la calle, en defensa de sus derechos, en protesta por arbitrariedades, reclamando justicia y pidiendo la renuncia del Presidente y sus acólitos es quizá el fenómeno más novedoso y reconfortante que se ha dado en la política venezolana en mucho tiempo. Ese cambio se está dando hoy en un sector que hace oposición no sólo a un líder o a un partido en particular, sino a un “estilo” de gobierno y a un “proyecto”. Y he allí la diferencia cualitativa entre las marchas ciudadanas y las contramarchas gubernamentales. El valor diferencial está, precisamente, en que las primeras son protestas no mediatizadas por una ideología y, por eso mismo, escapan a la dinámica de la polarización. De allí su fuerza y su autoridad, de allí su verdad. El “no” de la protesta y la indignación es inconmensurable con las expresi ones de adhesión y respaldo a un líder o un “proyecto”. Querer reducir la protesta ciudadana a una cuestión de “bandos”, por el hecho de que en su seno participen algunos partidos o individuos con “agendas” particulares, es ignorar lo esencial. La protesta ciudadana no quiere “cambiar” a un líder por otro, a un partido por otro; lo que no acepta son las reglas del juego que se le están imponiendo; lo que no acepta es el atropello y la destrucción sistemática de una sociedad en nombre del fraude que se oculta bajo toda utopía. El escéptico que se pregunta: ¿de qué sirven las marchas?, ¿qué han logrado?, no ha comprendido dónde está el verdadero poder y los logros de este tipo de manifestaciones. Ellas han impedido que la sociedad capitule y mantienen a raya el autoritarismo al demostrar que existe una fuerza dispuesta a levantarse ante la arbitrariedad; ellas nos recuerdan que en un régimen de mentiras institucionalizadas y de abusos constitucionales, cada cual es responsable de su destino. Después de años de parálisis y de atrofia política, el cuerpo de la sociedad reacciona. Y digo cuerpo para sugerir lo que hay de instintivo, de reactivo y espontáneo en todo esto. La política, que era hasta hace poco asunto de “vivos” y “quijotes”, de “corruptos” o “sacrificados” (papeles a veces reversibles en unos mismos actores) era vista con asco o indiferencia por la sociedad en su conjunto. Ni siquiera los alzamientos militares consiguieron movilizar al pueblo. Y las primeras organizaciones civiles surgieron con un sesgo “vecinal” que contribuía al desprecio de la política, encajonadas en una pureza muy poco civil. Todavía no tenemos perspectiva suficiente para calibrar e interpretar las dimensiones de esta reciente explosión cívica; pero, sin duda, gracias a ella la política ha comenzado a moverse en otro terreno, abriéndose camino hasta el corazón del ciudadano medio. Gracias a ella las organizaciones civiles están adquiriendo la dimensión que les faltaba y los partidos han tenido que aprender una democracia que ignoraban e irrespetaban.
Una fuerza moral Juzgando de manera puramente prágmática, es cierto que las marchas no sirven para nada. Pero es hora ya de reconocer la fuerza política que puede tener en nuestra sociedad una acción ética. Como dice Vaclav Havel, la disidencia no es una profesión o una vocación, sino un estado, una condición, en la que el poder con sus atropellos ha colocado a ciertos individuos y sectores de la sociedad. Y un movimiento de conciencia y de coraje no tiene programas ni objetivos políticos definidos. Lo que otorga a estas marchas una fuerza tan grande es precisamente el que no se aspire con ellas a resultados tangibles e inmediatos. Ellas son políticas por sí mismas y realizarlas es lo único que importa: crean conciencia y son un elemento de conciencia para los políticos; con eso basta; son, por encima de todo, la expresión de un sentimiento. Se va a una marcha porque se siente que es lo correcto, y se sale a la calle con una certeza y una convicción que no está atada a ningún logro ni respalda ninguna ideología. Son, repito, acciones que se sitúan en una esfera distinta a la del cálculo inmediatista e impaciente. En otro terreno y, sin duda, respaldados por esta ola de conciencia, se mueve necesariamente la política organizada.
Podría ser que al final, todo quedara sofocado, que los esfuerzos resulten ineficaces, que el leguleyismo se imponga, que la represión, las trampas o las desavenencias desmoralicen a estos sectores que ahora protestan y pierdan energía y confianza; podría ser que la sociedad se adormezca de nuevo. Podría ser, s&iac ute;; pero aun si así fuera, el gesto de esa protesta quedará en la memoria colectiva y dejará la sensación de no haber trabajado en vano, de que valió la pena, porque la fuerza moral de esas manifestaciones radica en que, no esperando conseguir nada concreto, nada podrá defraudarlas: son hijas de la desesperanza.
Ahora bien,
volviendo a lo que dije antes sobre la ingobernabilidad, obsérvese que es el
Gobierno quien ha hecho de estas acciones ciudadanas un auténtico y poderoso
movimiento de oposición. Al ver oposición en todo aquello que escapa a su
manipulación, en todo lo que se resiste o adversa su control sobre la
sociedad, en su continua perversión de las instituciones e instancias
mediadoras con la sociedad, es el Gobierno la principal fuente de energía para
el NO. Esta disidencia conforma entonces un plano de oposición que no actúa en
el mismo plano de las instancias de poder efectivo (el Parlamento, el Tribunal
Supremo de Justicia, etc.); ni puede, por eso mismo, ser el instrumento de
negociación para una salida política. Estas manifestaciones no son el lugar
para consultar, deliberar o votar alternativas. Su objetivo es, como diría
Havel, “más modesto y más profundo”. En estas movilizac iones los venezolanos
estamos aprendiendo a convivir como ciudadanos y esto pasa por algo muy
difícil que nunca se aprende en las marchas partidistas: convivir con la
sombra, con la piedra en el zapato, la paja en el ojo y “la gota de tinta en
la taza de leche”. Por eso, en las marchas de la oposición hay algo valioso
que va más allá de la coyuntura que vivimos y sus componentes políticos
inmediatos. El que se ha movilizado para protestar siente que hay cuestiones
más apremiantes que lo obligan a un ejercicio de amplitud. Allí descubre el
sentido de la palabra tolerancia: deja de emplearla como adjetivo prescindible
y aprende a conjugarla como “verbo”. Tal como están las cosas, lo que está en
juego hace imposible que lo verdaderamente valioso de esas marchas pueda ser
utilizado o desvirtuado por nadie. Y quienes las menosprecian por “amorfas” o
recelan de ellas, por sus “impurezas” (por la presencia, por ejemplo, de
partidos políticos o de viejos dirigentes desprestigiados); los que piensan
que ellas deben ser químicamente “puras”, están reforzando inconscientemente
el atropello que las hizo salir a la calle. Recordemos que la pretensión de
pureza es una incubadora de injusticia, intolerancia y sectarismo. De los
puros y virtuosos están hechos los patíbulos. Nadie sobra, y nadie es más que
nadie para decir quién tiene derecho y quién no a protestar. ¿No es hora ya de
convivir con nuestra patología y nuestros complejos? Convivir no quiere decir
someterse a ello sino tenerlo en cuenta, no engañarnos sobre nuestras propias
miserias y así atenuar su poder destructivo. En esta hora, la única “pureza”
admisible consiste en advertir que no todos los medios son válidos, aun cuando
todos estemos de acuerdo en un mismo fin. Y en ese desacuerdo sobre los medios
es como podemos aprender a ejercer la democracia a partir de su primer valor
ciudadano: el respeto. Pero un respeto que no claudique. En esta hora
necesitamos, por encima de todo, como dijo Camus, que el espíritu ofrezca
pruebas de su coraje antes de que la fuerza venga a apoyarlo y a darle la
razón: “Nuestro mundo no necesita almas tibias, sino corazones ardientes que
sepan darle a la moderación su justo lugar”.
Para leer este artículo en El-Nacional.com
http://www.el-nacional.com/l&f/ediciones/2002/11/02/f-en.asp?pv=pA6.htm&st=pA6s1.htm