PAÍS ENAMORADO
Leonor Henríquez de Fontijn
Cuando hay tantas motivos para escribir, no se me ocurre nada nuevo.
En mi mente rebotan de un lado a otro imágenes producto de infinitas
horas pegadas al televisor, se entrecruzan las líneas de los
periódicos, chocan entre sí las ondas la radio, como burbujas
efervescentes irrumpen en mi computadora los correos electrónicos,
quiero citar a algún protagonista y no sé quién dijo qué, ni cuándo.
Inerte yace en mi mesa de noche el Vivir para Contarla de García
Márquez. No puedo más, voy a escribir.
Quienes me conocen dicen que soy reiterativa, fastidiosa y hasta
ingenua. Es porque estoy enamorada. No sólo del hombre que colma mi
alma de las más sublimes dulzuras, el ser con quien comparto el
enigmático espacio donde se junta lo etéreo y lo sensual. En estos
días, cuando el signo es la ansiedad, ha regresado un viejo amor, uno
que siempre ha estado allí, desde que nací en esta tierra de gracia,
pero que no irrumpe con este ímpetu sino ante el dolor o la ausencia:
el amor por mi país.
De pronto descubro, después de muchos días de vértigo en el estómago,
que no soy sólo yo. Estamos frente a un país enamorado: de su gente,
de sus bellezas, de su música, su sazón; pero sobre todo, un país
enamorado de la decencia, de los valores verdaderos, del trabajo. Un
país que se sacrifica y lucha por recuperarse a sí mismo.
Algún rincón de mi cerebro guardará para siempre el golpe seco de las
balas que nos sorprendieron, a mi familia y a mí, en la Plaza
Altamira, el 6 de diciembre, apenas una semana atrás. El terror me
paralizó por unos días: la sensación de impotencia mientras
esperábamos eternos minutos tendidos en el suelo, el súbito silencio
de muerte que cortó el aliento de la multitud y apagó la alegría de la
plaza; esa especie de ausencia de todo, hasta de Dios, en los gélidos
ojos del asesino; Keyla, Josefina, Jaime Federico, tres vidas
silenciadas. Todas estas noches pasadas me he acostado con esos
recuerdos. Ya no. La tarde del 14 de diciembre, volví sobre mis pasos
y, con escalofrío y todo, caminé por la Plaza Francia y llegué hasta
el distribuidor de Altamira a la concentración que allí se había
programado.
Ante un océano de banderas, se evapora el miedo, se disuelven las
dudas, no sólo se presiente sino que se advierte, tangible, una
proximidad de libertad; se quiere con pasión la tierra en que tuvimos
la dicha de nacer. ¡Sí!, se ama hasta el arrebato, se recupera el
coraje. Se grita desde nuestras raíces la palabra: ¡valiente!. Se
estima, se aprecia, se adora este país y se agotan, en mi diccionario,
los sinónimos del verbo amar.
Después de aquel momento de terror, el haberme reencontrado con la
gente en la calle, esa que no le importa que casi le saque un ojo con
el asta de mi bandera y que me responden siempre con una sonrisa y un
amable, casi agradecido: no se preocupe, fue la mejor terapia para
olvidar el susto que pasé, junto a mi familia, en la Plaza Francia.
Saqué una conclusión importante: la esperanza es un sentimiento mucho
más poderoso que el miedo. Por fin, aunque jamás olvidaré, pude borrar
de mi mente la escena recurrente de aquella noche tan triste.
Dicen que amar es sobre todo atreverse, perder el miedo. Como bien
escribiera Octavio Paz en su Piedra del Sol: “Amar es combatir, es
abrir puertas/ dejar de ser fantasma con un número /a cadena perpetua
condenado/ por un amo sin rostro”. Combatamos, abramos puertas, no
desmayemos. Gente llena de coraje, Marinos Mercantes, PDVSA,
trabajadores, empresarios, humoristas, artistas, militares disidentes,
a todos gracias por devolverme este sentimiento de país enamorado.
¡NI UN PASO ATRÁS!