Anatomía íntima de un golpe
contada por Chávez
Miguel Bonasso
Buenos Aires, Página 12, junio de 2003
La muerte de uñas moradas
Desde los sueños recurrentes, donde la muerte es una señora de uñas largas y
moradas, hasta el relato minucioso de cómo se frustró su asesinato en la noche
que estuvo preso de los golpistas, pasando por su relación con las mujeres
(«Venus no se monta en el carro de Marte», dice), sus hijos y el propio Fidel
Castro. Las confesiones de una larga madrugada.
La muerte de las uñas largas y moradas en un sueño recurrente, la muerte real en
la isla del Caribe que evita al darse vuelta y mirar cara a cara al sicario que
lo ha puesto de espaldas; las parejas frustradas porque «Venus no se monta en el
carro de Marte»; las traiciones de algunos cuadros cercanos; la conspiración en
Washington; la hija que le salva la vida con la ayuda de Fidel Castro, el
hermano-padre. O esos niños también recurrentes que aparecen en el momento
oportuno, cuando todo está perdido, para darle fuerzas. Estas y muchas otras
confesiones jamás contadas se fueron desgranando en la continuación de la
entrevista interrumpida por la mañana. Son las tres de la madrugada cuando la
guardia abre las puertas de un salón del hotel Four Seasons, donde el presidente
de Venezuela ha recibido a intelectuales, a industriales de Techint, a
militantes de centros bolivarianos, a decenas de personas citadas a las que
atiende con su proverbial sencillez. Hay que apurarse. Falta lo mejor del
reportaje, un relato que por momentos parece de Dumas o Le Carré y empieza de
manera obvia, con este simple disparador:
Quisiera conocer sus vivencias del golpe de abril. La intimidad del golpe.
La intimidad... Déjame ver por dónde te comienzo a seguir una línea que no sea
simplemente un recuento de hechos. Ellos habían decidido domarme, desde el
momento en que ya se hizo visible que yo iba a ganar las elecciones. Es decir,
antes de ser presidente. Cuando las encuestas reflejaron lo que iba a ocurrir,
los sectores pudientes del país decidieron acercarse un poco, a tratar de rodear
al presidente. Y eso se incrementa una vez que asumo. Tenían un plan, pues, de
tratar de desviarme, de que no hubiera quien llevara adelante los planes de
transformación. Cuando se dan cuenta de que no consiguen domarme, entonces se
van por la vía golpista. El golpe de Estado en Venezuela tuvo tres disparadores.
El primero de ellos es el 11 de septiembre. Eso desató una nueva actitud del
gobierno de Estados Unidos, que comenzó entonces a alentar a la oposición
venezolana. Ahí hubo un cambio notable. Producto de unas declaraciones que yo
emití sobre el ataque a Afganistán, ellos mandaron a buscar a su embajadora de
entonces [Donna Hrinak], cosa que no había ocurrido nunca en Venezuela. La
mandaron a llamar para una consulta y regresó luego con un mensaje. Yo la recibí
y déjame decirte que la embajadora, en un tono muy desafiante, agresivo, me hizo
una serie de planteamientos. Yo me vi obligado a pararla y decirle: «Embajadora,
yo le recuerdo que está hablando con el presidente de este país, hágame el favor
y se retira y cuando usted entienda cómo tiene que hablar al presidente de un
país, usted regresa». La señora salió hecha una tromba.
Todo había comenzado cuando el bombardeo de Afganistán, yo hice una declaración
que me salió del alma porque vi una foto de unos niños muertos por una de esas
bombas que llaman inteligentes. Yo vi esa foto y dije: «Así no, terrorismo con
más terrorismo no es justo esto», ¿no? Me salió muy del alma. Ellos lo tomaron
como una agresión. Ahora bien, ese fue un disparador y metió a la oposición
interna a coger vuelo; se dijeron: estamos apoyados ahora, vamos contra Chávez.
Y comenzaron a viajar mucho a Washington, a ser recibidos allá por funcionarios
y a recibir apoyo, incluso abiertamente. Yo una vez llamé a la embajadora y le
dije: «Mira, tengo informes de que ustedes están recibiendo allá a dirigentes de
la oposición y lo vengo a plantear porque me lo dijo alguien que estuvo en una
reunión». Un venezolano que invitaron por error, porque a veces se equivocan
también, y este venezolano que no es chavista vino alarmado y le comunicó a un
amigo común lo que él le oyó decir allá a gente de la oposición, que a Chávez
había que derrocarlo o matarlo. Y lo dijeron hablando con funcionarios del
Pentágono.
El segundo disparador, también en el 2001, fue la aprobación en noviembre de las
49 leyes transformadoras, revolucionarias: ley de pesca, ley de hidrocarburos,
ley de tierras, ley de finanzas, ley de impuestos sobre la renta, leyes para
sembrar el proyecto de la Constitución.
El tercer disparador, que era consecuencia del primero y del segundo, fue el
hecho de que un grupo importante de generales de la Nación terminaron
comprometiéndose con el sector empresarial, con el sector político golpista y
sus aliados internacionales. Fíjate que en diciembre un hombre en quien yo creí
mucho, [Luis] Miquelena, un hombre de una trayectoria larga, al que conocí
estando en prisión y al salir de la cárcel formamos el partido; el que presidió
la Constituyente (imagínate tú la confianza que yo le tenía), este hombre
comenzó a quebrarse. Una noche después de un extraño viaje a Estados Unidos a un
supuesto chequeo médico que se hizo muy largo, Miquelena —que era ministro de
Interior y Justicia— vino al Palacio y me dijo así, abiertamente: «Mira, Hugo,
yo vengo a plantearte que tenemos que dar un paso atrás con estas leyes
habilitantes que aprobaste; han generado todo este conflicto, tenemos que
anularlas». «No, le dije. Es el momento de profundizar el proyecto de
transformación». Luego vino la huelga del 10 de diciembre, de la patronal, el
lock out empresarial. Comenzó enero con movilizaciones de la oposición, la
campaña mediática incendiaria, llamando a los militares abiertamente a conspirar
y luego vino el golpe de Estado. ¿Por qué se da el golpe de Estado? La respuesta
se la di, ya estando preso, a un obispo de la Iglesia Católica que era opositor
desde antes que yo fuera presidente. En el amanecer del 12 de abril de 2002 yo
llego preso al comando del ejército y allí me encuentro con el obispo junto a
los golpistas. Entonces los generales salen del salón para debatir con [el
presidente de facto Pedro] Carmona qué iban a hacer conmigo. El obispo se me
acerca y me dice: «¿Cómo se siente Chávez». «Bueno, monseñor, yo me siento por
supuesto muy preocupado, pero déjeme decirle que muy bien espiritualmente». «¿Ah
sí?, ¿por qué se siente bien, con todo esto que ha pasado?: los muertos, el país
dividido. ¿No cree que se hubiera podido hacer un esfuerzo mayor de consenso, de
diálogo?»
Yo le respondí: «Monseñor, no me venga usted a dar aquí sermones. Yo estoy muy
claro y usted debería estarlo. Yo estoy aquí sentado, no sé si me van a matar
incluso y no sé si me pesaría, porque estoy consciente de estar aquí por haber
sido fiel a un pueblo. Yo hubiera podido entregarme a esa oligarquía fiera;
hubiera sido fácil para mí, cualquiera de estas noche de batalla que he pasado,
llamar a palacio a tres o cinco personas y decirles, está bien, qué quieren y
hubiese terminado ese conflicto. Sólo que yo hubiese pasado a formar parte de
esa columna larga de los enanos de largas trenzas, como los llama el poeta
chileno Mafud Masis en su Oración a Simón Bolívar en la noche oscura de América.
Y yo no seré nunca uno de tantos enanos de largas trenzas como hubo en esta
patria. Así que por eso estoy bien espiritualmente». La fidelidad absoluta a la
esperanza del pueblo basta para aguantar lo que haya que aguantar y eso
enriquece por dentro.
Ahora, déjame decirte algo, yo hoy me siento mucho más que ayer, a pesar de los
errores que como cualquiera he cometido, porque me he probado, vencí halagos,
vencí tentaciones del poder económico; yo pudiera ser rico ahorita, pudiese
tener cuentas y casas, pudiese tener mujeres, pero yo me he mantenido fiel y ya
sé que siempre me mantendré así.
¿Hubo real peligro de muerte esa noche?
Claro, me iban a matar, hermano. Los generales y almirantes que habían salido
para deliberar con Carmona entran en tropel. Eran muchos, como 60. Algunos eran
amigos de toda la vida, y eso es lo que duele, ¿no? De la misma manera que debo
decirte que muchos se mantuvieron fieles: por un traidor, cien leales. Me
colocan una hoja con una renuncia ya redactada y me dicen: «Tienes que firmar
aquí». Yo les contesto: «No, ustedes se equivocan». Los miro a todos y les digo
cuatro cosas: «Yo no voy a firmar ese papel, ustedes parece que no me conocen a
mí. Tantos años juntos en este camino y ustedes no me conocen. Yo no voy a
firmar eso. Ustedes con eso podrán hacer lo que quieran». Eran como las cuatro
de la mañana del 12 de abril y entonces les dije: «Ustedes como que no se dan
cuenta de lo que están haciendo, cuando salga el sol dentro de poco, van a tener
que explicarle a este país qué es lo que están haciendo». Ellos vuelven a
insistir en que tengo que firmar la renuncia. Les digo que ni siquiera me
muestren esa hoja. Entonces uno de ellos dijo «bueno, eso no importa», agarró el
papel y se lo llevó.
Luego me llevan a un sitio de reclusión dentro del fuerte Tiuna, al regimiento
de la policía militar. Y, a propósito del fuerte Tiuna, les cuento algo que he
dicho poco en verdad. Cuando yo decido entregarme [unas horas antes, en el
Palacio de Miraflores], en contra de la opinión de José Vicente [Rangel], le
digo: «Yo me voy a ir a fuerte Tiuna para ver qué pasa allá». Pero lo que hay en
el fondo de esa expresión es que yo iba como un pez a su propia agua. Yo ahí me
hice hombre, ahí me hice rebelde, conozco cada cuadra, cada esquina. Y las eché
de menos cuando salí de prisión y entregué el uniforme. Debo decirles que de
cuando en cuando el desierto pega, el desierto pega, ustedes cruzaron el
desierto y lo saben: entonces fue el divorcio, los hijos pequeños lejos,
enamorarme de nuevo y tampoco, porque yo andaba en batalla... Una noche, con una
botella de vino, le conté mis penas al general Jacinto Pérez Arcay, que era
comandante cuando yo era cadete y me encendió la llama bolivariana. Un maestro
de esos que uno tiene toda la vida. Le digo que terminé con la amada, que ella
me ama y yo la amo pero no se puede porque ella quiere vivir, quiere playa y
quiere fines de semana...
¿Era su primera mujer?
No, era la segunda. Yo estaba divorciado de la primera, que me acompañó durante
17 años y es la madre de María, de Rosa y de Hugo. Le cuento la pena a este buen
general, maestro y filósofo, que es muy severo en el análisis pero profundo y me
dice: «Hugo, ¿de qué te quejas, no te acuerdas de lo que dijo Bolívar?». Ya al
final de su vida Bolívar le dijo a Perú de Lacroix que si María Teresa, su
mujer, que se murió de unas fiebres muy jovencita, no se hubiese muerto, él no
hubiese sido más que alcalde de San Mateo. Así me dijo Pérez Arcay y agregó: «Tú
andas en el carro de Marte, Venus no se monta en ese carro». Yo creo que sí se
monta a veces, ¿no? Tú ves a Fidel y sus soledades y entonces entiendes: es
difícil el amor, la pareja en estas circunstancias. Me ha pasado de nuevo, otro
matrimonio e igual la tormenta que lo rompe y ahí está esa Rosa Inés hermosa...
[su debilidad, la hija menor de seis años].
Les decía: fui a Fuerte Tiuna, como a mi propia agua. Como había ido en secreto
cuando salí de prisión en 1994. En 1994, 1995, yo estaba perseguido y no tenía
ni dónde vivir, dormía en una camita prestada en la casa de una viejita que era
la mamá de un oficial. La viejita se atrevió a alojarme, porque casa donde yo
iba, casa que era vigilada. Presionaban con llamadas anónimas amenazando con
destrozar a Chávez. La idea era aislarme de todo contexto, de toda posibilidad,
mientras las organizaciones avanzaban por otro lado. No tenía ni carro. Un buen
día, en mi cumpleaños del año `94, unos amigos me trajeron una torta y me
hicieron salir a la calle: «Mira Hugo, ven a ver el regalo que te trajimos». Y
era una camioneta usada, una Toyota de esas Samurai, pero buena, ¿no? Empecé a
recorrer el país con esa camioneta, como siempre fortalecido, aunque de vez en
cuando el sol del desierto pega duro, y en esos momentos, cuando me sentía
débil, yo buscaba algún oficial activo, que fuese como Pérez Arcay, general, o
coronel, y le decía mira, vale, llévame a Fuerte Tiuna. Como no me dejaban
entrar a Fuerte Tiuna, ni a ningún cuartel, yo entraba a FuerteTiuna en un carro
manejado por un oficial al que no le pedían identificación y yo atrás, como
leyendo un periódico, pasaba. Y entonces yo le decía al oficial, mira, vale,
damos la vuelta por allá, párate ahí. Yo me iba donde un arbolito, yo me bajaba
ahí dos o tres minutos, daba unas vueltas por el fuerte y salía fortalecido. No
se lo dije la noche del golpe a José Vicente, pero yo quizá de modo inconsciente
quería ir al Fuerte Tiuna en vez de quedarme en palacio resistiendo, porque los
golpistas me llamaban que se venga a Fuerte Tiuna, que se entregue aquí. Bueno,
vamos y entonces, en efecto, comenzó a funcionar algo. Recuerdo que cuando llego
hay un capitán o un teniente que lo ponen en la puerta y siento que el muchacho
me está mirando y yo lo miro. Primera señal. Luego viene otro, se asoma y me
dice tome esta piedra y frótela (esas piedras de cuarzo que usan para la
energía). Luego viene un tercero y le digo: Consígueme un televisor, para ver
qué está pasando ahí afuera, para ver qué es lo que están diciendo por ahí en la
TV, entonces el muchacho me consigue un televisor y me pongo a verlo. Veo
entonces que todos los canales privados, porque el 8 [público] estaba fuera del
aire, están leyendo que ha renunciado irrevocablemente el presidente de la
república y ha destituido al vicepresidente Diosdado Cabello. Veo eso y pienso:
«Estoy muerto, estoy muerto, la única forma que yo no desmienta eso más nunca es
que me van a matar». Entonces le digo al teniente: «Mira consígueme un celular
por ahí», y el muchacho me lo consigue, el muchacho me lo consigue. Llamo a
Palacio y llamo a mamá y a papá, y no responden; llamo a un hermano, tampoco,
llamo a mi hija María, que estaba escondida en una casa de playa del novio de su
hermana Rosa, que ahora es el marido.
«María, cómo estás», María tiene mucho de mí; Fidel la llama la heroína. Rosa,
la mayor, se pone a llorar, Rosa es muy sensible. María me dice como animándome:
«Papá, otra vez preso, qué broma tú, dónde estás». «No, mi vida, estoy en el
Fuerte Tiuna. Mira María, óyeme, llámate a alguien, llama a Fidel si puedes».
«¿Y qué le digo?» «Dile que no he renunciado, que yo estoy preso y que me van a
matar, pero que yo no he renunciado». Y la niña con mucho aplomo me dice: «Papá,
tranquilo». Y, en efecto, ella logró hablar con Fidel y Fidel la saca al mundo.
«Papá no ha renunciado, Papá es un presidente prisionero». Rompió el cerco
mediático por La Habana, fíjate.
Luego los hechos van desencadenándose, el pueblo empieza a movilizarse. Los
militares patriotas en Fuerte Tiuna empiezan a hacer planes para rescatarme.
Sabían —de eso me entero yo luego— que Carmona da la orden a unos almirantes y a
unos generales de que debo amanecer muerto pero que me apliquen la ley de fuga,
que parezca un accidente. Eso lo oyeron mesoneros [mozos] que se habían quedado
ahí, en Miraflores. Como para estos señorones los mesoneros no son gente, no
repararon en ellos y en los soldados que se habían quedado y que oyeron cuando
Carmona dio la orden a unos generales y unos almirantes. Uno de los mesoneros
empieza a llamar a oficiales leales y avisa: «Mira, acaban de dar la orden de
matar al presidente». Los oficiales empiezan a moverse pero no pueden impedir
que me saquen del Fuerte Tiuna en la noche y me lleven a la bahía de Turiamo.
Allí me iban a matar, allí me iban a matar. Incluso ¿sabes de quién me acordé
yo, ahora que estoy en la Argentina? Del Che, porque yo sentí la muerte, yo dije
hasta aquí llegué. Como ves [el presidente Chávez se abre la camisa y saca un
crucifijo de metal que lleva colgado], cargo el Cristo que me había dado Pérez
Arcay cuando iba saliendo. «Lleva este Cristo», me dijo y yo lo cargaba cuando
me bajé del helicóptero en la base naval de Turiamo, donde estuvieron a punto de
asesinarme.
Al bajar del helicóptero y empezar a caminar observé un conflicto entre los
militares que me custodiaban. Dos de ellos estaban ahí para matarme, pero otros
no, otros eran constitucionalistas. En el momento en que están por cumplir la
orden y yo estoy parado así, uno de los mercenarios estos me da la vuelta y se
pone por detrás y yo pienso «éste me la va a dar por la espalda». Yo volteo y le
veo la cara: «Mira lo que vas a hacer», le digo, y en ese instante salta un
muchacho oficial por mi costado y dice: «Si matan al presidente, aquí nos
matamos todos». Eso neutralizó a estos dos mercenarios y me salvó la vida.
Después llegó otro oficial y me dijo: «Tranquilo, aquí vamos a buscarle dónde
dormir», y me buscaron un catre de cuartel. Sentí que el peligro de muerte había
pasado. Luego se desencadenaron los hechos y me trasladaron a la isla de Orchila,
en el Caribe venezolano. Allí hay otra base naval. Pero antes de eso, ahí mismo
en Turiamo, ya los muchachos de Marina estaban haciendo planes para detener a
los jefes de la base y llevarme por tierra a [la guarnición de] Maracay, donde
estaba firme el general [Raúl] Baduel. A todo eso yo había pedido un short y una
franela [camiseta] para ir a caminar cuando saliera el sol. Me dieron permiso y
se pegaron a mí, trotando. «Tranquilo —me decían— que Maracay está en la calle y
el general Baduel está firme».
Baduel es compañero suyo de promoción, ¿no?
Yo le llevo un año, pero es como si lo fuera. Es un hermano de muchos años
Baduel... Yo me sentía ya adueñándome de la situación; había sargentos que me
obedecían y listos para cuando capturar a los coroneles y los capitanes de
navío, cuando les dieran la orden. Me decían: «Ahí tenemos camiones, en dos
horas estamos en Maracay». Sin embargo yo les dije: «Aguanten muchachos, esperen
que llegue la noche. Estén pendientes con Maracay, comunicándose con los
paracaidistas». Los paracaidistas ya sabían que yo estaba en Turiamo, así que ya
me tenían ubicado y haciendo planes. Entonces me llevan a la Orchila, adonde
mandaron al cardenal y a unos militares golpistas. El cardenal me dijo que yo
debería colaborar y firmar la renuncia. Yo después me entero por qué: desde
Washington pedían copia de la renuncia firmada. Hay una carta que envía el
encargado de negocios de Venezuela diciendo que lo llamaron del Departamento de
Estado ese día y le dijeron que el gobierno norteamericano veía con buenos ojos
el gobierno de transición pero que necesitaban urgentemente la renuncia firmada.
Entonces los golpistas mandaron al cardenal para que a nombre de Dios me pidiera
un sacrificio más por el país. Incluso tenían un avión listo allí para que yo
fuera donde quisiera.
Yo había decidido no irme y estábamos en eso cuando anuncian que vienen los
paracaidistas, que viene un escuadrón de helicópteros a la isla a rescatarme. Yo
me doy cuenta de que la situación ha comenzado a cambiar porque el mismo
almirante que era el jefe de mis captores en esa isla viene de repente a hablar
conmigo, se para firme y me dice «señor presidente». Y yo me dije: «Aaayyy, algo
está pasando en el continente». Antes observo que los muchachos de la Marina que
me están custodiando comienzan a adoptar posiciones de combate en torno a la
casa donde yo estaba, allí en la playa. Veo unos comandos que empiezan a
perderse a buscar visores nocturnos y a establecer posiciones defensivas.
Entonces yo les digo, ya medio dueño de la situación: «¿Qué es lo que están
haciendo ustedes allí?». «Bueno, no mi comandante, el almirante dio la orden de
que asumiéramos posición de defensa». «Llámame al almirante», le digo. El
cardenal y los dos coroneles están ahí cuando el almirante viene, se para firme,
y me dice «ordene, señor presidente». Ahí todos entendimos y el cardenal se puso
blanco. Entonces me dice el almirante: «Presidente, le pido que me atienda en
privado». Me paro, pido permiso al señor cardenal, me voy con el almirante, le
pongo la mano en el hombro y le digo: «¿qué te pasa?». «No, comandante, que la
situación allá está muy difícil en verdad, el pueblo está en la calle, yo estoy
cumpliendo órdenes, pero cuente con su vida, yo estoy aquí para protegerlo».
«¿Para protegerme de quién?» Me dice: «Baduel está con los paracaidistas, vienen
en el aire y no quiero muertos allí, si usted puede llámelo y hable con él».
Pido comunicarme por radio, Baduel no venía, pero venía otro general y otro
almirante. No hubo un disparo, ellos sencillamente se entregaron, entregaron las
armas y me liberaron allí mismo. [En ese momento entró al salón donde se hacía
la entrevista María Gabriela, la segunda hija del presidente Chávez, una
muchacha morena de 22 años, a la que el líder venezolano —visiblemente
orgulloso— le hizo repetir la historia del llamado a Fidel Castro que él mismo
nos había contado].
María, señalando a su padre:
Nosotros estábamos escondidos y él nos llamó. Mi hermana lloraba muchísimo. Yo
soy muy llorona también, pero ese día yo dije, no, no tengo que llorar. Cuando
agarré el teléfono, nos echamos a dar bromas, ¿te acuerdas, papá? «¡Qué cosas,
pórtate bien!» Luego de echar bromas ahí, él me dijo: «No he renunciado». Yo le
dije que en la televisión estaban mostrando su renuncia, me contestó que era
mentira y que me comunicara con alguien. Llama a tu tío, me dijo, pero no era
sencillo, todos estábamos escondidos. Apenas suelto ese teléfono empiezo a
llorar. Pero luego reaccioné y empecé a buscar a Fidel hasta que logré hablar
con él, y Fidel me dijo de hablar con Randy Alonso, que es el conductor de la
mesa redonda, y Randy me entrevistó.
Chávez, abrazándola:
Fidel la llama la heroína. Te digo otra cosa, conversar con mis hijas María y
Rosa a mí me dio mucha fuerza. En un momento en que yo estaba como resignado a
lo que fuese, comienzo a reaccionar, a responderme a mí mismo, a ponerme de pie
y a decir esto no ha terminado. Hay un efecto sobre mí, chico, que tiene que ver
con los niños. Había ahí una enfermera en Turiamo que me fue a chequear en la
noche del 12, antes que me llevaran a Orchila, ella me toma la presión,
descalzo, en shorts, y me dice: «Mi mamá y yo que lo queremos tanto, pero quién
iba a pensar que lo conocería así, tanto que yo quise conocerlo». Y me cuenta,
entre lágrimas, que tenía un niño. Se va y me deja tocado. Empiezan a aparecerme
niños y empiezo yo a pensar en los niños, sobre todo en los niños pobres, en
manos de esta caterva de traidores gobernando. Me voy al baño y lloro, lloro
mucho, pero salgo de ese baño de pie otra vez. Me digo: «No, esto no puede
quedarse así» y empiezo a reaccionar. Ahora tú sabes que a mí me ha pasado eso
de los niños varias veces. Yo tengo un sueño recurrente con la muerte. El más
claro que recuerdo lo soñé cuando fui a Pernambuco a un encuentro con Lula. Un
sueño muy clarito, parecía una película. Soñé que estaba por allí y que salía la
muerte buscándome. Se estaba llevando gente y andaba por mí. Entonces yo digo
«voy a enfrentar a esta muerte. Una mujer elegante, madura pero no fea, con
largas uñas moradas». Empiezo a hablar con ella: «Ah, bueno, me vas a llevar»,
como resignado pues, y de repente yo le pregunto a la muerte: «Bueno, qué es lo
que estás pensando que pasó, qué hay que hacer». De pronto pasa un niño y la
visión del niño me hace reaccionar contra la muerte y le digo: «no, no, no, oye,
¿qué derecho tienes tú para llevarme a mí, qué voy a hacer después con esos
niños?». Y me escapo, entonces me convierto en un avión que va volando. En un
avión así angosto, y un ala choca y no cae, sin ala sigue volando y detrás
venía, ahora sí, el monstruo, y el avión yo sé que se metió en un pajonal pero
yo me escapé al fin, porque luego, como en una película, aparezco en un pueblo,
caminando, pensando «me escapé». Pero de repente en la esquina la veo parada.
«¡Coño, está la muerte otra vez!» Entonces veo ya no es la muerte, es la misma
mujer, pero me sonríe y está con un niño. Yo, un poco temeroso me acerco, «te
presento a mi hijo», y ahí terminó el sueño. Yo lo he soñado como dos o tres
veces, o sea que aquí por dentro hay una fuerza que me dan esos niños, una
fuerza que se resiste a ser derrotada o a morir.
Chávez bosteza, está agotado después de una jornada interminable. Pregunta la
hora. Nos da vergüenza decirlo: las cinco y media de la mañana. Atrasó la salida
del avión presidencial para cumplir su promesa de la mañana. Aunque todos
estamos destruidos, Hugo Chávez quiere agregar algo, que también tiene que ver
con la señora de las uñas moradas, a la que ha burlado con el hermano-padre que
es Fidel Castro.
La llamada de Fidel fue definitiva para mí. Llamó a las 12.05 de la noche del 11
de abril, cuando yo estaba en el dilema de resistirme o entregarme. No sé cómo
entró al Palacio de Miraflores la llamada de Fidel, porque los teléfonos estaban
saturados y saboteados. Fidel me pregunta cómo está la situación. Le comento
rápidamente y entonces me dice: «Mira, te voy a decir algo, salva a tu gente y
sálvate tú, haz lo que tengas que hacer, negocia con dignidad, no te vayas a
inmolar, Chávez, porque esto no termina ahí. No te vayas a inmolar».
Al rato sale del hotel, con la comitiva y la custodia. Rosa Inés, su nena
mimada, camina a su lado. Los dos van muertos de risa. Si la mirada logra
abstraerse de la escolta, nadie diría que es el odiado e idolatrado Hugo Chávez.
Sino un hombre del pueblo que le va sonriendo a su hija de seis años.