Palabras del Señor Nuncio Apostólico

Mons. André Dupuy

Pronunciadas en la inauguración de la

LXXXIII Asamblea Plenaria Ordinaria de la C.E.V.

(Caracas, 7 de Enero de 2005)

 

            Ya son más de cuatro años que comparto con Uds. las alegrías y esperanzas, tristezas y angustias del pueblo que les ha sido confiado.  Durante estos años, he sido testigo de acontecimientos de diversa naturaleza: unos, reconfortantes, otros muy preocupantes.  No puedo olvidar las impresionantes manifestaciones espontáneas de civismo y voluntad popular de las que ha sido teatro especialmente esta ciudad.  Esto honra a vuestro pueblo y a la democracia.  Los preocupantes se refieren, sobre todo, a las diversas situaciones de violencia.  En su último mensaje para la jornada de la Paz, Juan Pablo II insiste que ésta es un mal inaceptable y que nunca soluciona los problemas.

 

            El recuerdo de aquellas manifestaciones nos plantea una pregunta: ¿dónde se encuentra hoy ese pueblo valiente, es decir, esos hombres y mujeres, testigos de libertad y solidaridad, conscientes de su responsabilidad y protagonismo? Ellos, no lo olvidemos, tienen nombre y rostro; son sujetos de una dignidad inalienable, fuente de derechos que deben ser permanentemente respetados y promovidos.

 

            Reflexionando sobre este fenómeno, tengo la impresión de que se está repitiendo el famoso episodio de los discípulos de Emaús, en la mañana de Pascua.  Ellos se alejaban de Jerusalén para regresar a su aldea, con el rostro triste y el corazón invadido por una perspectiva decepcionada.  Hermanos Obispos, ¡cuántos ciudadanos, a imitación de estos discípulos anónimos, han regresado a su casa, a su cotidianidad, desconcertados, incluso escandalizados!  Su desesperanza es tanto mayor cuanto más grande ha sido su esperanza.

 

            Dos peligros amenazan, ciertamente , a la verdadera esperanza: la presunción y el fatalismo.  La primera indujo a Pedro a renegar; la segunda llevó a Judas a la traición.  Ahora bien, la grandeza de un ser humano, es decir, su dignidad, se mide por su capacidad de no traicionar sus íntimas convicciones ni renunciar a sus legítimas aspiraciones.

 

            Uds. Y yo estamos convencidos que le corresponde a la Iglesia ser, para todos, mensajera de la verdadera esperanza.  En el anterior ritual de la ordenación episcopal, el prelado consagrante pedía a Dios que el nuevo obispo no transformase la luz en tinieblas ni las tinieblas en luz; que no llamase malo a lo bueno ni bueno a lo malo.

 

            En una sociedad marcada por una crisis de difícil precedente, necesitamos la fidelidad, la lucidez y la valentía de los profetas del Antiguo Testamento, a fin de que la Iglesia permanezca siempre como un punto de referencia espiritual y moral.

 

            En efecto, el profeta no es un nostálgico, no forma parte de aquellos que sólo ven el futuro como un pasado a reconquistar o a restaurar.

 

            El profeta rechaza aceptar una permanente fatalidad, es decir, el peso inexorable de la fuerza de las cosas.

 

            El profeta es aquel que salva la distancia entre las palabras y los hechos, haciendo suyo el mensaje del cual es portador.

 

            El profeta es el que desenmascara, el que amonesta.  Su palabra confiesa, no polemiza.

 

            El profeta no atenta contra la justicia, sino contra las desviaciones de una justicia selectiva, incapaz de asegurar la protección de toda persona y de hacer posible la convivencia en sociedad.  Él insiste, a tiempo y a destiempo, que la referencia a los valores morales es indispensable para asegurar al ejercicio de la justicia su independencia de los poderes o ideologías de turno.

 

            El profeta no es un iconoclasta de la riqueza y del biesnestar, sino de su idolatría.  Al decir esto, pienso en el profeta Amós, el cual, ocho siglos antes del nacimiento de Jesús, denunciaba a aquellos que conformaban la “cofradía de los saciados” (6,7), es decir, de los privilegiados de la sociedad a quienes no les importa ni el destino de los pobres ni la ruina de su país.

 

            El prefeta no es tampoco un iconoclasta del poder, sino de sus abusos, cuando la autoridad civil, instituida para el bien común, se desvía en favor de uno solo o de un grupo.  En su Encíclica Centesimus annus (1991), Juan Pablo II señalaba que todo poder debe estar “equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite.  Es este el principio del Estado de derecho – decía el Papa – en el cual es soberana la ley y no la voluntad arbitraria de los hombres” (n. 44).

 

            Si la sociedad y sus instituciones desean que la Iglesia sea signo y agente de diálogo y de reconciliación, deben reconocerle y garantizarle el derecho de iluminar las realidadees temporales a partir del Evangelio, aún cuando su juicio contradiga las opiniones e intereses particulares de aquellos.

 

            Un pastor no tiene que ser una oveja ni callar lo que es verdadero y justo.  Debe caminar delante de sus fieles, abriendo senderos, animando al pueblo de Dios a no dejarse invadir por las tinieblas ni domesticar por la rutina.

 

            Nosotros los cristianos, todo hombre y mujer, no debemos ceder al vago sentimiento de que ya nada vale la pena y que todo esfuerzo será inútil.  Hoy, más que nunca, necesitamos de esa virtud que San Pablo llama la perseverancia (2 Cor 6,4).  La Perseverancia, es el conocido “Sé firme y valiente” de Yahvé a Josué cuando lo invita a entrar a la Tierra prometida (Jos. 1,6).  La perseverancia es también la última palabra de la parábola del sembrador.  La tentación que nos acecha, hoy en día, es la de abandonar el desafío, cansados como estamos por las pruebas que no esperábamos.

 

            En la hora del desaliento, de la banalidad o de la cobardía, el único remedio es el que fue propuesto a los que buscaban la curación en el desierto: mirar a la serpiente de bronce elevada sobre un palo.  Los creyentes, en los momentos de dificultad, debemos imperativamente mirar a Cristo clavado en la cruz; sin Él, no es posible la perseverancioa.  Con el viernes santo se intentó acallar los valores más sagrados del ser humano: la verdad, la valentía, la inocencia y la vida.  En efecto, se les puede silenciar durante un tiempo, pero nunca definitivamente.

 

            Ante los acontecimientos que estamos viviendo, seamos humildes y realistas.  Evitemos tanto el abatimiento como el optimsimo ilusorio.  No cerremos los ojos, estemos bien atentos para que nuestra esperanza no se convierta en resignación o en violencia.

 

            Concluyo con la reflexión de un obispo de mi país, el cual decía que la música no muere por el simple hecho de que los sordos nieguen su existencia.  Hermanos Obispos, de la misma manera, el sentido común no muere porque algunos carezcan de él; y aunque algunos los ignoren o traicionen, los valores del espíritu y del corazón siempre prevalecen.

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