Palabras del Nuncio Apostólico Mons. André Dupuy durante el acto de Reconocimiento Académico
Caracas, UCAB, 5 de abril de 2005
Estimado Padre Rector de la UCAB
Permítame hacerle una confidencia: no por virtud, sino más bien por
temperamento, no soy muy propenso a recibir condecoraciones. Por ello,
este acto que acepto por obediencia – sin ser la del “cuarto voto” – me
recuerda un diálogo entre dos escritores de mi país. Uno preguntaba al
otro, el cual deseaba la Legión de Honor: ¿por qué busca Ud. algo,
siendo ya alguien? Evidentemente, no lo decía en sentido cristiano.
Aunque no he sido consultado previamente para recibir esta
condecoración, le confieso que de haber sido así, yo no la habría
rechazado, por una sencilla razón: los nexos de amistad que me unen a la
Compañía de Jesús. En efecto, conservo un excelente recuerdo de mis
cuatro años de estudios teológicos en la Universidad Gregoriana de Roma
y, concretamente, de la enseñanza recibida de los Padres jesuitas.
Siempre he admirado a aquellos sacerdotes que, con igual discreción que
talento, consagran sus vidas a la investigación, la ciencia y la
enseñanza. Entre ellos conservo algunos amigos – obviamente, ya no tan
jóvenes – como el P. Joblin, experto en diplomacia multilateral. Por
eso, no he dudado en pedirle consejo desde el momento de mi nombramiento
ante las Comunidades Europeas.
No creo exagerado decir que, a mis ojos y a los de los presentes, la
UCAB, siguiendo una buena analogía tomista, es a Venezuela y a América
latina lo que la Gregoriana es a Italia y Europa.
Quisiera agregar un último detalle que podrá parecerles sorprendente,
pero que es verdad. Sin un padre jesuita, jamás habría sido nuncio,
porque nunca soñé en ser diplomático; gracias a un jesuita entré al
servicio de la Santa Sede
En efecto, en 1972, cuando la diplomacia vaticana se internacionalizaba,
un miembro de la “ínclita”, que enseñaba en la Gregoriana y también en
la Pontificia Academia Eclesiástica, es decir, en la escuela diplomática
de la Santa Sede, propuso mi candidatura a la Secretaría de Estado.
¡Jamás le he guardado rencor!, incluso cuando, ante situaciones
preocupantes - en particular con relación a las violaciones de los
derechos humanos - el deber de lo que se conoce como prudencia
diplomática no es nada natural, y hasta me ha costado mucho.
La diplomacia tiene sus reglas que no se adaptan a todos los
temperamentos. Apenas algunas semanas después de entrar a la escuela
diplomática de la Santa Sede, Juan Bautista Montini, el futuro Papa
Pablo VI, escribía a sus padres, que no se veía por este camino. Lo
cito: “cuanto más lejos uno se encuentra del aspecto exterior del
evangelio, más necesario resulta practicar su espíritu. Pero si ya
resulta difícil practicar las paradojas de la virtud cristiana, se hace
casi imposible hacerlo con medios que ellas contradicen fundamentalmente
». Algunos años más tarde, otro futuro Papa, el nuncio en París, Mons.
Roncalli, hablando de la diplomacia y haciendo alusión al poco crédito
de que goza, confesaba que él siempre decía la verdad, y (lo cito) «
como nadie piensa que los diplomáticos la dicen o que sólo lo hacen a
medias, obtengo el mismo resultado ».
Decir la verdad: en un discurso al Cuerpo Diplomático acreditado en
Austria, en 1983, Juan Pablo II afirmaba que la Comunidad Internacional
necesita “una diplomacia honesta y sincera, que renuncie a astucias
engañosas, a la mentira y a las intrigas”. Les cito este pensamiento del
Papa en la medida en que podría, si no explicar, al menos aclarar, el
contenido de la selección de textos que la Conferencia Episcopal ha
tenido a bien editar.
Una sola preocupación está en la base de estos discursos: la fidelidad a
la enseñanza del Evangelio, a esos valores e ideales, sin los cuales la
sociedad humana está condenada al fracaso. Es deber de la Iglesia
recordarlos a tiempo y destiempo, incluso cuando uno ejerce su
ministerio en el marco del servicio diplomático. A tres jóvenes
sacerdotes que acababan de terminar sus estudios en la escuela
diplomática de la Santa Sede y se preparaban a partir hacia nunciaturas
en América central, el Papa Pio XII les daba este consejo: Nunca olviden
que antes de ser diplomáticos son sacerdotes. Lo mismo recomendaba Pablo
VI a los futuros diplomáticos de la Santa Sede, en el último discurso
que les hizo. Y Juan Pablo II propuso a San Francisco de Asís como
ejemplo para quien se destina al servicio exterior de la Santa Sede: “Su
deseo de ser hombre evangélico, explicaba el Papa, su identificación con
Cristo, su amor apasionado, sin reservas y sin críticas, a la Iglesia,
en el testimonio de una pobreza radical, en la mansedumbre como hombre
de la fraternidad universal y de la paz, son actitudes y valores
congénitos con la naturaleza y con la misión de Representante
Pontificio”.
Al concluir estas palabras de agradecimiento, y mientras lloramos – pero
confortados por la esperanza pascual - la partida de Juan Pablo II,
permítanme recordarles su famosa exhortación, en el día de la
inauguración de su ministerio: No tengan miedo. Aquel que nos lo repite
hoy, ya no es un compañero de camino, sino el testigo que, en los
momentos más trágicos de su existencia humana, nos ha dado el ejemplo de
una serena valentía. Es esta valentía, cristianamente vivida, la que
deseo a cada uno de Uds., para afrontar los desafíos que nos presenta la
Venezuela de hoy.