El Nacional - Jueves 02 de Diciembre de 2004

HAYDÉE CASTILLO confía en que algún día se sabrá la verdad “No lloro porque me sostiene la indignación” A pocos días de la muerte de su hijo, el abogado Antonio López Castillo, en un supuesto enfrentamiento con la policía, la ex senadora y ex ministra no da tregua a su duelo y recibe a la prensa en la idea de que los medios son en la actualidad su única protección. “Y la única esperanza de que se sepa por qué mi hijo está muerto”

MILAGROS SOCORRO ENTREVISTA

— Trate de decirme cómo se siente.
— Es difícil decirlo. Le diré lo que soy, una madre a quien le han matado su hijo mayor, que además de eso ha sido atropellada en su propio hogar y ha sido víctima de malos tratos, no precisamente físicos, pero sí todos los que fuera de estos quepa imaginar a unos seres humanos. Nos violaron nuestros derechos y eso, sumado al gran dolor de la muerte de mi hijo, me ha producido una profunda indignación porque a mi dolor personal se agrega el hecho de que en Venezuela, y en pleno siglo XXI, ocurran esas cosas impunemente.

— ¿Por qué cree que ocurrió esto? ¿Qué conexión tenía su hijo con el asesinato del fiscal Anderson?
— No tengo la menor idea. La única información que tengo es la que voy leyendo en los periódicos.
Todavía nosotros no sabemos cómo murió nuestro hijo, si realmente hubo un enfrentamiento con funcionarios de policía, vestidos e identificados como tal, si fue otro tipo de enfrentamiento o si fue un asesinato a sangre fría.
Todavía no lo sabemos.
Lo único que nos han dicho las personas que reconocieron el cadáver de mi hijo, familiares y nuestro abogado, es que tenía 18 tiros, entre ellos uno de gracia aquí (se toca un punto debajo de la barbilla) con marcas de tatuaje de pólvora... y más nada. Nadie nos ha dado una versión completa u oficial de lo que pasó. ¿Quién lo mató? ¿Por qué murió? No tenemos respuesta. Nos imaginamos que con nuestro hijo pasó lo mismo que pasó con nosotros; y es que aquí vino una gente que nadie sabía quiénes eran, porque algunos estaban encapuchados, ni a qué cuerpos policiales pertenecían, porque algunos no se identificaron. Yo todavía no sé por qué murió mi hijo.

— ¿Cómo y cuándo se enteran de que su hijo ha muerto?
— Después de que ya tenían una media hora aquí y nos habían confinado al recibo, porque no nos dejaban mover ni hacer llamadas telefónicas o recibirlas, llegó un señor vestido de civil que dijo ser fiscal del Ministerio Público y que venía a hacer un allanamiento con una orden emitida telefónicamente.
Como nosotros teníamos media hora preguntando qué pasaba y nadie nos respondía, le hicimos la misma pregunta a él. Y nos dijo: “Su hijo está muerto y está en la morgue”.
Esa fue la primera noticia que tuvimos, cerca de las 2:00 de la tarde. No pudimos hacer nada. Nos tenían retenidos en el recibo, viéndolos entrar y salir, pasar de un lado a otro, revisar la casa, tumbar todo.
Nosotros no los veíamos, sólo escuchábamos los ruidos.

— Pero ante una revelación de esa magnitud, ¿ustedes qué hicieron?
— A mi esposo, que es cardíaco, le dio una especie de ataque. Al ver esto, nos permitieron llamar al cardiólogo y éste recetó un medicamento, que ellos fueron a comprar.
Uno de ellos me acompañó hasta nuestro cuarto a buscar el dinero para comprar la medicina.

— ¿Habían notado ustedes algún movimiento extraño o diferente de lo habitual en los días precedentes?
— Nada. El martes en la mañana, cuando lo mataron, se despertó a la hora de siempre, comió algo y se fue para la oficina. Le pregunté qué era esa pulsera de tela amarilla que llevaba y me dijo: “Esa es la de Armstrong” o algo así, “después te cuento”.
Fue la última vez que lo vi. Pero todo esto es intrascendente. Si él era sospechoso de algo, lo cierto es que había salido de su casa y se dirigía a la oficina. Era su rutina normal.
Luego, ha podido ser detenido en su casa o en su oficina. Esto es lo fundamental.
En el supuesto negado de que él hubiera estado relacionado de alguna forma con los hechos que rodean el caso, ¿eso era justificación para matarlo?
Cuando yo propuse la pena de muerte en el Senado, todo el mundo me cayó encima, empezando por algunos que están ahora en el Gobierno. ¿Entonces?
¿Era auténtica su oposición a la muerte? ¿Qué es lo que están aplicando ahora? Lo que yo proponía era la pena capital para delitos horribles, tras un juicio con todas las apelaciones necesarias, hasta la Corte Suprema de Justicia, que ofreciera todas las garantías posibles de que no se iba a cometer un gravísimo error, para evitar, justamente, lo que pasó con mi hijo, que la policía se volviera juez y verdugo. Eso encontró muchas reservas y no se aprobó nunca. Muy bien. ¿Y qué es lo estamos viviendo ahora? ¿Qué pasó con mi hijo? Lo mataron por ser sospechoso... ¿sospechoso de qué? ¿porque se parecía a alguien, como se ha dicho? ¿Y ése es un delito que merezca la pena de muerte?
Por cierto que en estos días, en la sala de espera de la clínica, vimos una foto de espaldas del general con quien dicen que fue confundido nuestro hijo, y la verdad es que el parecido es grande. Usted me preguntó cómo me sentía. Me siento como una de tantas madres venezolanas a quienes les matan a sus hijos y se quedan sin saber por qué ni cómo. No puedo decirle más. Eso sólo lo sabemos las mujeres que hemos pasado por esto.

— ¿Ustedes han emprendido acciones legales para que se aclare lo que sucedió?
— No hemos tenido tiempo. Primero estuvimos detenidos y, cuando salimos, fuimos a enterrar a nuestro hijo. Pero ahora que tenemos tiempo, ¿a quién le vamos a exigir justicia? Los mismos que admiten haberlo matado, porque a mí me dijo un PTJ, aquí en mi casa, “a su hijo lo matamos como un perro” –y el “matamos” quiere decir él y su gente- son los que están investigando su muerte. ¡Por Dios! Qué explicación voy a esperar yo de los responsables de lo que ocurrió con mi hijo. Qué justicia voy a esperar.

— ¿Tenía la cara descubierta este funcionario?
— Sí, pero no sé quién es. Jamás lo había visto y espero no volver a verlo nunca en mi vida.

— Usted le vio los ojos a ese hombre, ¿por qué cree que le dijo eso?
— Los seres humanos normales no podemos entender eso. Yo espero y, de verdad, confío, que a su madre jamás nadie vaya a decirle eso. Cómo puedo responderle.
Creo que se trata de una perversión, quería hacerme ver que ellos son muy fuertes y que pueden hacer lo que les da la gana en este país con la vida y honra de todo el mundo. Usted no sabe las veces que he recordado ese momento. Y, claro, me horroriza porque estaba hablando de mi hijo pero también porque esa crueldad, esa perversión, me hace ver que aquí no vamos a tener justicia ni investigaciones transparentes.

— ¿Han pensado concurrir a instancias internacionales?
— No hemos tenido tiempo de pensar. Ni siquiera de terminar de recoger esta casa, que la dejaron hecha un desastre. No hemos tenido tiempo sino de enterrar a nuestro hijo y de acudir por primera vez al tribunal, porque estamos en régimen de presentación.

—¿Pidieron un examen del cuerpo de su hijo? Uno que resulte confiable para ustedes.
— No lo hemos hecho pero lo vamos a hacer. No hemos visto la autopsia porque nadie nos ha entregado una copia de la autopsia que hizo el Gobierno. El carro tampoco lo hemos visto. Estamos esperando explicaciones que no nos va a dar nadie, y recibiendo la solidaridad de la gente, que es lo único confortante y muy consolador.
Pero creemos que algún día se sabrá la verdad. Es cuestión de tiempo. Todo sale. Claro, me gustaría saberlo lo más pronto posible para no seguir en esta perplejidad y esta angustia en que estamos. Desde luego, alguien sabe qué fue lo que pasó.

— En esas horas que estuvieron detenidos, esperando al juez, ¿no escucharon nada?
— Nada que no fuera palabras de solidaridad de la gente. Incluso los presos con los que compartimos esas dos noches de detención fueron amabilísimos con nosotros desde el momento en que se enteraron por qué estábamos allí, que es lo primero que te preguntan cuando entras a un calabozo. Fue impresionante la delicadeza del trato que aquellos presos tuvieron con nosotros. Yo estaba en la celda de mujeres y una de ellas me prestó un vestido, que me dio doblado, para que apoyara la cabeza. Era un calabozo horrendo, que los policías cierran de noche dejando a las detenidas allí, sin baño. Todas trataron de ayudarme y guardaron respetuoso silencio cuando yo lloré un poco esa primera noche.

— Un comentario generalizado es la sorpresa que produce su entereza ante estos hechos.
— No he tenido tiempo de llorar.
Lo hice, un poco también, cuando entré a su cuarto a sacar un flux, una camisa y una corbata para enviarlos a la funeraria. Y cuando entré al baño, que todavía olía a él, a su perfume... Dios, qué cosa. Pero no quiero llorar, me sostiene la indignación.

— ¿Están medicados?
— Tony sí, porque se lo ordenó el cardiólogo, está tomando lexotanil. Y yo no he tomado ningún calmante. Me niego a tomar calmantes. Yo quiero mantener mi indignación completa, sin ayudas ni atenuantes.
Interviene Antonio López Acosta y le busca la mano para apretársela: “Yo sí los estoy tomando porque no quiero que Haydée se quede viuda todavía. Mis baipases están cumpliendo 15 años, lo cual es un riesgo ya bastante grande.
En un mes cumplo 70 años.”

— Sus otros dos hijos, ¿vinieron a Venezuela al entierro de su hermano?
-No. Por supuesto, ellos querían venir inmediatamente, por su hermano, por nosotros. Pero les prohibimos que lo hicieran porque si a nuestro hijo mayor le pasó eso, no queremos que los otros estén expuestos a algo similar o a que los vayan a detener al llegar al aeropuerto.

— ¿Ustedes han pensado irse también de Venezuela?
— No. Nosotros pertenecemos a este país. Venezuela es nuestro país. ¿Para dónde nos vamos a ir a los 70 años? Yo nunca pensé que iba a decirle a un hijo mío “no vengas a Venezuela”. Y no me hace para nada feliz ver que casi todas las familias de clase media tienen por lo menos un hijo afuera, buscando oportunidades. Jamás he querido que las nuevas generaciones se vayan del país porque éste es nuestro lugar de lucha. Y ahora les dije a mis hijos que no vinieran porque creo que no van a estar seguros aquí.

— Ustedes están, entonces, en riesgo también.
— Claro que estamos en riesgo. Pero después que mataron a mi hijo, qué más nos pueden hacer. Quitarnos la vida es nada ahora.
¿Nos van a matar? Háganlo. No nos vamos a ir de Venezuela. Sabemos que estamos en peligro y que nuestra única protección son ustedes, los medios de comunicación. El día que nos llevaron a la PTJ escogieron el camino más largo y más aislado.
Yo le dije a Tony: “Estos bichos son capaces de habernos traído hasta aquí para matarnos”. Y ambos pensamos exactamente lo mismo: “Si nos matan juntos, estamos juntos”. Tenemos 35 años juntos y así quisiéramos morir. Cuando uno es joven tiene miedo a la muerte pero a la edad que nosotros tenemos no.
Nosotros confiamos en Dios, sabemos que es justo y misericordioso.
Estos crímenes que no tienen explicación claman a los ojos de Dios. Nosotros creemos firmemente en que habrá justicia divina. La humana puede fallar pero la de Dios es implacable.

Los presos de la familia Al preguntarle si había estado presa o detenida antes, Haydée Castillo responde negativamente.
“No, porque nosotros pertenecemos a una generación que vino después de los presos de Gómez y de Pérez Jiménez.
Somos una generación de la democracia, donde el ejercicio de la política no conllevaba el riesgo de ir preso.

–El abuelo y dos tíos de Tony –agrega– eran de la Generación del 28 y estuvieron presos en las cárceles de Gómez. “A eso se debe –dice él– que mi madre y mis tías fueran maestras, que era la única profesión que las mujeres podían ejercer para salir a la calle a trabajar”.
En los tiempos de Pérez Jiménez, el padre de Haydée Castillo fue detenido durante las investigaciones del asesinato de Ruiz Pineda. “No lo mataron”, dice ella.
“Lo mantuvieron tres meses preso hasta que se vio que él no tenía nada que ver con eso y se comprobó que a Ruiz Pineda quien lo mató no fueron los enemigos del gobierno.”

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