Sobre los medios, César Miguel Rondón
marzo 2002
A comienzos del año 99, El Presidente asume el poder rodeado del apoyo, la euforia y la esperanza de la inmensa mayoría de los venezolanos. Atrás había dejado pulverizados los últimos vestigios de un pasado político que pocos se atrevían a reconocer o recordar. Una nueva época se abría para la República, y, en medio de tanto entusiasmo, el país todo no parecía encontrar razones para no sumarse al proyecto. Se convocaba a un nuevo tiempo, a una Constituyente, a una nueva manera de asumir y vivir el país, la política.
Recuerdo que no fueron pocos los Medios de Comunicación Social que se sumaron a esa línea de acción y compromiso. Recuerdo que fueron muchos los periodistas que, militantemente, hicieron suyas las causas del Presidente. En las entrevistas que le hacían, en las reseñas y reportajes, en la cobertura de sus palabras y acciones se evidenciaba ese contagio, esa simpatía. Los periodistas de aquel momento -como los de ahora- no dejaban de ser venezolanos activos y comprometidos, entusiastas portadores de una cédula de identidad que no de gratis va no sólo en el bolsillo.
Y el Presidente estuvo feliz.
Pero pasó el tiempo y la acción de gobernar se le fue escurriendo al Presidente. Algunos medios, algunos periodistas y comunicadores, que por razones de diverso tipo mantuvieron ciertas distancias ante las euforias iniciales, comenzaron a hacer observaciones, a reparar en un error aquí, en una omisión allá, en una trampa menor en algún ministerio, un desliz mayor en alguna Gobernación, una sospecha equis en equis Guarnición, en fin.
Y al Presidente esto ya no le gustó tanto.
Proveniente de una férrea formación militar, acostumbrado a la orden y la obediencia, sin la capacitación rigurosa de los cursos superiores de su oficio, el Presidente pronto demostró que no era un hombre moldeado para asumir el disenso. Y quien así procede suele caer en el antipático espejismo de que la verdad (la grande y la de las mayúsculas) sólo está de su lado. Por ello, ya en esos tempranos momentos del régimen, no fueron pocos los comunicadores que se vieron señalados por el ínmenso índice del poder como falaces y mentirosos. Sin embargo, ellos no hacían nada distinto de lo que siempre hicieron frente a todos los gobiernos precedentes: decir, sencillamente, lo que pasa.
El Comunicador Social es la voz, el ojo, el oído crítico de la sociedad. Su deber -su razón de ser- lo obliga a colocarse siempre en la acera contraria a todos los factores de poder. Y es por ello –y solo por ello- que puede terminar convirtiéndose en el gran aliado de gobernantes y gobernados. Pero para entender este detalle el talante democrático tiene que ser algo más que una mera pose o una incómoda resignación.
Pasaron los meses y las deficiencias y carencias en el arte de gobernar determinaron que el carisma, el entusiasmo y el apoyo del Presidente cogieran la barrena. Con la misma cédula de identidad de antes, los periodistas fueron cambiando el tono y el ánimo de las preguntas, las entrevistas, las reseñas y los reportajes. Y así cambió también la apreciación del Presidente: los periodistas dejaron de ser amigos -“compatriotas revolucionarios”- para convertirse en asalariados sumisos ante los caprichos de los propietarios de los medios. Porque estos, en definitiva, se convirtieron en el gran enemigo del “Proceso”.
¿Qué ocurrió?
Ante la pulverización de los cuadros políticos del pasado, el Presidente estrena su gestión sobre una llanura sin obstáculos, y las únicas protuberancias que señalan deficiencias e inconvenientes son, precisamente, los Medios de Comunicación Social. El Presidente, entonces, los asume como sus enemigos políticos.
Pero ni los medios, ni los periodistas, son –entiéndase bien- partidos, cuadros o activistas políticos.
Los periodistas –los medios- no son más que los cronistas del día a día de un colectivo, de un país. Crónica crítica y aguda, en efecto; crónica militante y comprometida, con vocación de servicio público y honesta trascendencia. Pero no más que esa reseña y reportaje de nuestra historia diaria. En definitiva, estamos ahí porque un país que necesitamos y nos necesita, que nos justifica y nos da razón de ser, nos ve, nos lee y nos escucha. A la larga, no somos más que un espejo, el reflejo cotidiano de nuestros lectores, oyentes y televidentes. Sin falsa modestia, apenas somos “El Mensajero”. Y las noticias -buenas o malas- no se originan en nosotros, sino más allá: en ustedes, en el país y el mundo que respira, vibra y nos exige.
¡Pero qué fácil es echarle la culpa al espejo, al mensajero, en lugar de enfrentar la realidad que se refleja!
Y viene el agravante: en la medida en que el Presidente desestima su rol de Presidente Constitucional de un Gobierno –que para ello en definitiva fue que le elegimos los venezolanos-, para convertirse, exclusivamente, en el Líder de un “proceso revolucionario”, pues en esa misma medida nosotros, desde los medios, en lugar de ser meros “opositores” pasamos a ser, contra nuestra voluntad, “contrarevolucionarios”. Y es ésta una categoría bélica que nos hace trampas porque supone unas “armas” que nosotros nunca tuvimos ni quisimos tener: tan sólo somos periodistas, comunicadores, gentes comunes de los medios... Si acaso nos obligan, la palabra, la voz, la imagen son nuestro único puñal.
Así las cosas, el debate de las ideas ya no es cuestión de reflexiones sino de piedras; mero asunto de amenazas y de turbas y de niples. ¿Ante ello qué puede hacer un cronista, un reportero o un simple locutor ante un micrófono? Es más: ¿qué puede hacer un lector, un oyente, un televidente?
Insiste el Presidente –y le hacen eco en ello los suyos- en que no hay un medio cerrado, ni un periodista preso o torturado. ¿Pero, en este caso, las amenazas no son igual de letales y condenables? ¿Qué hay de la Ley de Contenidos y la carga de profundidad que lleva en sus nada veladas intenciones? ¿Qué hay de las amenazas de cierre –suficientemente verbalizadas por el Presidente- contra Globovisión? ¿Qué de los insultos a El Universal, las agresiones a El Nacional y la bomba a “Así es la Noticia”? ¿Qué hay de las piedras, los golpes y las turbas que han agredido inmisericordemente a reporteros, camarógrafos, choferes y ayudantes? ¿Es que acaso no va contra mi dignidad y mi cédula de identidad que alguien me recuerde malamente a mi madre sólo por ejercer mi oficio en mi ciudad de todos los días de mi vida? ¿Cómo es que en un país democrático -¡mi país democrático!- tengo que sentir que vivo a la intemperie, bajo techo de vidrio? ¿No nos dijeron que un nuevo tiempo le había llegado a la Patria?
Por ese nuevo tiempo es que hoy nos reunimos aquí para manifestar no pocas dudas, no pocas rabias y no pocas frustraciones. Ante el país todo exponemos nuestro espejo: algunas veces confundido, otras empañado, pero siempre honesto y siempre reflejo. Y es ese reflejo, señor Presidente, el que usted y los suyos deberían ver: ahí no hay Revolución ni nada que se le parezca, tan sólo un país extenuado y demasiado humillado que busca conciliación, para avanzar en paz por el progreso que tanto se merece. Recuerde, señor Presidente, que los pueblos suelen cobrar muy caro la ceguera de sus líderes. El que tenga ojos que vea, nos recomendó más de una vez, y es esa, precisamente, la invitación que ahora le hacemos. No somos sus enemigos, sólo somos venezolanos que cumplimos con nuestro deber.