DISCURSO DE ORDEN DEL DR. LEONARDO CARVAJAL
XXXII PROMOCIÓN DE LICENCIADOS EN EDUCACIÓN
U.C.A.B. 25-10-2002
Aunque soy padrino de una de las menciones de Ciencias Pedagógicas, debo empezar recordando que hace veinte y ocho años me gradué en esta Universidad, como licenciado en educación, mención historia y geografía. Así que espero que ustedes, apreciadas y apreciados nuevos colegas y estimados invitados, sepan comprender el sesgo profesional que marcará en gran medida estas palabras, las cuales van dichas también en representación de los otros seis padrinos y madrinas de las respectivas menciones cuyos integrantes hoy se gradúan (María Alejandra Martínez, María Isabel Álvarez, Rafael Muñiz, Pedro Navarro, Héctor Zamora y Javier Duplá). No es posible en un discurso de esta naturaleza y en este tiempo prescindir de las relaciones entre la educación y las realidades del país. Asumamos estas últimas en perspectiva histórica, la cual nos puede dar una más cabal comprensión de los retos profesionales y ciudadanos que tienen por delante ustedes, queridas y queridos graduados.
Hace exactamente cien años, en octubre de 1902, se libró durante varios días una feroz batalla en la población de La Victoria. Según los historiadores, en ella fue derrotada y liquidada definitivamente la última gran coalición de caudillos representativa de la Venezuela del siglo XIX, la de la permanente guerra civil. A partir de allí, según Manuel Caballero, comenzó a desarrollarse uno de los rasgos típicos de la Venezuela contemporánea, el cual tiene que ver con el carácter pacífico de nuestras relaciones sociales y políticas. Tal rasgo no se logró de una sola vez, puesto que todavía hasta finales de la pasada década del sesenta ciertos sectores del país seguían creyendo que la política podía y debía hacerse a través de las armas. A ustedes, jóvenes graduandos, el barcelonazo, el porteñazo y el carupanazo tal vez les digan poco o nada, pero sus padres y abuelos aquí presentes saben a qué me refiero. Sin embargo, debo acotar que el total de venezolanos muertos en los episodios políticos de octubre de 1945, de enero de 1958, y durante el tiempo de los alzamientos militares y de las guerrillas de los años sesenta, sumados, no alcanzan al total de las 3.500 bajas ocurridas solamente en la batalla de La Victoria en 1902.
¿Cómo explicarles a los jóvenes, nacidos en plena era audiovisual e informática, lo que era este país nomás anteayer, hace cien años o hace ochenta años, es decir, el corto e inmenso tiempo comprendido entre el hoy y la fecha de nacimiento de sus abuelos? Voy a intentarlo a través de algunas pinceladas. La primera la ofrece quien, nacido en Guiria en 1906, llegó a ser luego jefe de la tenebrosa Seguridad Nacional en la época perezjimenista. Describiendo su infancia, Pedro Estrada decía: “Fue una época guerrera. Y yo me levanté viendo ese cuadro. Entraba la Revolución, salía el Gobierno. Entraba el Gobierno, salía la Revolución. Había lo que se llama el “tranca puertas”. Empezaba la cosa y todo el mundo trancaba las puertas, se encerraban en sus casas. Eso lo vivía yo desde niño (...) Uno no veía en mi casa sino fusiles. Mi madre, por ejemplo, se saludaba con mi tío Luis era con revólver. Cuando él venía fumando su boquilla la distracción de mi madre era, pam, tumbársela con un disparo. Eso pertenece a la historia del lugar. Entonces él (las muchachas en aquel entonces se ponían muchas flores en la cabeza) con otros disparos le quitaba el clavel. Eso lo cuento simplemente para demostrar cómo fue el ambiente donde yo me formé” (Agustín Blanco Muñoz. Pedro Estrada habló, pp. 32-33).
Y esa no era tan sólo la particular historia de un futuro jefe policíaco. También Amenodoro Rangel Lamus, destacada figura del campo civil, nos trae esta anécdota escolar desde tierras tachirenses: “Yo estaba aprendiendo la multiplicación, y me correspondía llevar como lección la del número 8, por lo que esperaba recibir ese día unos cuantos palmetazos, los que repartía el maestro a razón de uno por cada equivocación; pero aconteció lo inesperado: al llegar [el maestro] Hernández a la escuela, nos reunió a los del grado para participarnos que podíamos retirarnos, pues desde esa fecha no habría más clases porque la noche anterior había invadido el Estado el general Cipriano Castro (...) Felices regresamos mis hermanos y yo a nuestra casa. No teníamos que volver a la escuela e íbamos a divertirnos mucho con el movimiento de tropas”. (Varios. El Liceo Simón Bolívar, p.10).
Pero quien piense que tales peripecias bélicas eran asunto de los confines del país, se equivoca. En 1928, cuentan Rodolfo Quintero e Isaac Pardo, que el rector de la Universidad Central de Venezuela, el médico Plácido Daniel Rodríguez Rivero, “era un hombre pequeño, rechoncho, que andaba siempre en chaleco en la Universidad y con un revólver Colt 38 que mostraba. Así se desenvolvía él en la Universidad, así despachaba, así andaba”. (Varios. Gómez, gomecismo y antigomecismo, p.149. También en: Eduardo Arcila Farías. 1928, responden los protagonistas, pp. 82-83). Y el príncipe de nuestros humanistas, Mariano Picón Salas, en un texto autobiográfico, se refería a que en 1916, siendo apenas un mozalbete, muy leído por lo demás, estaba también marcado por la ley de la violencia: “Ahora me interesa una vida más violenta y acaso más bárbara. Como todos los adolescentes venezolanos he comprado un revólver y lo ajusto al cinto”. (Mariano Picón Salas. Viaje al amanecer, p. 94).
Era la Venezuela de la violencia, de los caudillos, de las montoneras armadas, de los militares empíricos que lograban sus ascensos en las continuas escaramuzas bélicas. Era la Venezuela del paludismo endémico y del atraso. En el censo de 1891 aparecieron registrados 2.950 generales y 3.366 coroneles, mientras que el número de maestros no llegaba a mil. Para una población total de 2.323.000 venezolanos, teníamos la relación de un general por cada 787 habitantes y de un maestro por cada 2.400 habitantes. Por eso estableció Rómulo Gallegos, en Doña Bárbara, la oposición entre barbarie y civilización como expresión de la crisis que nos afectaba. Salir de esa crisis, de nuestro estancamiento económico, de la barbarie política, sólo era posible a través de la educación. Tal fue la prédica de José María Vargas, Cecilio Acosta y Rómulo Gallegos.
Este último, antes que novelista fue profesor y director del primer liceo que se fundó en este país, el Liceo Caracas luego devenido en el Liceo Andrés Bello. Le debemos a la pluma de Juan Liscano el relato del fruto civilizador de la educación: “Gallegos me contó que una vez llegó al Liceo, para iniciar sus estudios de secundaria, un muchacho de San Cristóbal, de unos veinte años. Era ya un hombre, un tanto cerril, y conservaba costumbres montunas de tierra adentro. Concluyó su bachillerato y cuando se marchaba con el diploma en el bolsillo, se llegó emocionado hasta el escritorio de Gallegos y le dijo: ‘Yo deseo hacerle un obsequio antes de irme. Quiero regalarle una cosa que yo estimaba mucho y que he aprendido a desestimar con usted’. Y le entregó su revólver”. (Juan Liscano. Rómulo Gallegos y su tiempo, p.72)
La democracia civilista y civilizadora empezó a instalarse en la cultura de los venezolanos cuando tuvimos los maestros que la escribieron repetidas veces en los pizarrones de las escuelas. Y no estoy haciendo una metáfora. Calibren ustedes, apreciadas y apreciados graduandos, muchos de los cuales nacidos alrededor de 1980, la importancia de un dato histórico muy poco destacado o siquiera conocido: fue apenas en 1961 cuando por primera vez en nuestra historia el Estado venezolano invirtió más dinero en educación, en salarios de maestros, en tizas y en pizarrones, que en gastos militares, en raciones de soldados, balas y fusiles. Según mi entender, desde ese tiempo, desde 1958 en adelante, la historia venezolana se partió en dos. Hasta ese entonces, ella se escribió con pólvora. A partir de allí, empezó a escribirse con tiza. Tan así que si hace ciento diez años teníamos un general por cada 787 habitantes, ahora tenemos uno por cada 100 mil. Y si para aquel tiempo teníamos un educador por cada 2.400 habitantes, ahora tenemos uno por cada 60 venezolanos.
Porque democracia y educación tienen una relación indisoluble y bidireccional en cuanto factor y producto. Me explico: un régimen democrático es aquel que, entre otros elementos básicos, promueve una educación para todos, porque uno de los pilares de su credo es la igualdad de oportunidades. En ese sentido, con todas las deficiencias cualitativas que tiene nuestra educación, no se puede negar que la democracia venezolana de las últimas cuatro décadas -frente a aquellos miopes que se empeñan en desconocer sus logros- ha venido cumpliendo con tal propósito. Pues si para 1936 apenas 38 venezolanos de cada mil estudiaban en algún nivel o rama del sistema educativo, para 1958 ya lo hacían 118 por cada mil y para 1998 ya eran 301 por cada mil los que se educaban en cualquier nivel o modalidad del sistema. Tal evolución de la tasa bruta de escolaridad revela que la educación de masas fue el producto de la instalación entre nosotros de un régimen democrático.
Y tomando ahora la ecuación a la inversa, valorando a la educación como el factor que produce democracia, diré que a una democracia no la hace tal la Constitución escrita que tenga, sino la constitución moral de sus ciudadanos. Mejor dicho, existe democracia donde existen ciudadanos. El rol que desempeña la escuela en este sentido es el más importante de todos. Ella es, ni más ni menos, que el primer espacio de actuación pública en el que se sumerge un niño, el primer espacio de socialización, de encuentro con la sociedad, es decir, con los otros, con los extraños, con los que no pertenecen al estrecho círculo de lo consanguíneo. La escuela es, justamente, el primer y continuo encuentro con lo no-familiar, el espacio y el tiempo del destete de la matriz familiar y del aprendizaje para la convivencia social.
La escuela, en tal sentido, es indispensable para la creación de una democracia. Ello a partir del axioma de que todo orden social es una construcción humana, como bien señala José Bernardo Toro. Y siendo la democracia un invento, una creación de los hombres, “es necesario enseñarla y es necesario aprenderla”. (José Bernardo Toro. Educación para la democracia, p.4) Ese aprendizaje guiado debe ser la principal preocupación de una sociedad que aspire a ser democrática o a perfeccionarse como tal. Fernando Savater lo razona así: “La democracia no consiste solamente en respetar los derechos iguales de los ciudadanos, porque los ciudadanos no son un fruto natural de la tierra que brota espontáneamente sin más ni más. La democracia tiene que ocuparse también de crear los ciudadanos en cuya voluntad política apoya su legitimidad, es decir, tiene que enseñar a cada ciudadano potencial lo imprescindible para llegar a serlo de hecho”. (Fernando Savater. El valor de educar, p.174) Ello lo corrobora quien fue mi profesor cuando yo estudiaba bachillerato, corrían los primeros años de nuestra democracia, el Rector de la Universidad Católica Andrés Bello. Para Luis Ugalde: “No puede haber una República sin que haya ese proceso moral en el que crecemos del yo aislado e individual hacia el nosotros del compromiso asumido para producir el bien común”. (Luis Ugalde. Educación y producción de la Venezuela necesaria, p.148)
Pero no basta con el gigantesco esfuerzo hecho y por hacer para seguir masificando a la educación. Porque, ya lo apunté antes, nuestra educación tiene serios problemas de calidad. Alcanzado el objetivo de una educación de masas, se trata ahora de ir más allá, porque estamos conscientes de que, en cuanto a calidad, nuestra educación ha venido deslizándose hacia el abismo. No se trata ni siquiera de compararnos con la educación de los países que son potencias mundiales. Se trata de que, en el año 2000, un informe del Laboratorio Latinoamericano de Evaluación de la Calidad Educativa revelaba que nuestros escolares de cuarto grado, comparados con los de otros 11 países latinoamericanos, figuraban en el octavo lugar en cuanto a su comprensión de la lectura y estaban en el duodécimo puesto en sus conocimientos matemáticos. De manera que el problema no está solucionado si simplemente se le da un pupitre y un maestro o profesor a mucha gente.
Estamos obligados como sociedad a responder al reclamo airado que hacía Simón Rodríguez: “Pregúntase, a nombre de los pobres, si tienen derecho al saber. Si se les enseña y... qué. Quién los enseña y... cómo. Si quien tiene obligación de enseñarlos cumple con esta obligación, porque enseñar a medias no es enseñar, ni las cosas han de estar a medio hacer sino mientras se están haciendo”. (Simón Rodríguez. Obras completas, Tomo II, p. 143)
El papel del educador, y lo digo en los tiempos benditos de la informática y de las cascadas crecientes de innovaciones tecnológicas, sigue siendo insustituible. No hay currículum, no hay libro de texto, no hay software educativo, que puedan sustituirlos a ustedes, los que hoy se gradúan y que serán los principales responsables del éxito o fracaso de sus estudiantes. Frente a la importancia de su desempeño día a día no hay determinismo socioeconómico que valga. Al respecto vale la pena recordar un artículo que le leí a Luis Ugalde hace varios años en el desaparecido Diario de Caracas, a propósito de la experiencia de las Olimpíadas Matemáticas de La Vega. Allí contaba Ugalde que gracias a ese ensayo pedagógico y al factor de la sana competencia entre los estudiantes de esa red de escuelas populares, su rendimiento en matemáticas, año tras año, se incrementaba, pero sin embargo el promedio global en matemáticas de esos niños de La Vega era inferior al de los niños del Colegio San Ignacio de Loyola. Lo cual probaría que el factor socioeconómico ejerce influencia importante en el rendimiento estudiantil. Pero, oh sorpresa, escarbando en el conjunto de esas escuelas de La Vega que participaban en las Olimpíadas, se encontraron tres cursos, el uno en una escuela privada laica, el otro en una escuela oficial y el tercero en una escuela privada religiosa, en los cuales el rendimiento fue superior al de los estudiantes del Colegio San Ignacio de Loyola. ¿Qué elemento venció al factor socioeconómico? La calidad pedagógica de los tres maestros o maestras de esos tres cursos.
Estamos seguros los padrinos y madrinas de esta promoción (María Alejandra Martínez, María Isabel Álvarez, Rafael Muñiz, Pedro Navarro, Héctor Zamora, Javier Duplá y yo) que para poder lograr una educación de excelencia se necesita que cada educador trate de exigirse a sí mismo al máximo, sin concesiones al facilismo. En tal sentido su aprendizaje no termina hoy, apenas continúa. Deben combatir la costumbre de esperar que sean otros quienes los corrijan. Hasta hoy tuvieron formadores que tratamos de desempeñar ese papel. Les toca a ustedes, de ahora en adelante, autoevaluar su trabajo profesional con el máximo rigor posible. Al respecto, permitan que les de un último regaño, con todo el cariño: muchos estudiantes no suelen dar ni siquiera un solo repaso, una sola relectura a las monografías o trabajos escritos que presentan. Los redactan y sanseacabó, tal cual los escribieron los entregan. Ello revela una cierta displicencia, un cierto conformismo con la calidad de los productos de su trabajo, una cierta indiferencia ante el propósito de la excelencia. Aprendamos todos de la actitud de un Ernest Hemingway, quien tras haber obtenido, a comienzos de los años cincuenta, el Premio Nóbel de Literatura rescribió 56 veces las páginas finales de su siguiente novela, corrigiéndolas y puliéndolas incesantemente tras la búsqueda de la perfección.
Con la ilusión contenida en la sentencia del maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa: “Venezuela será lo que sus maestros quieran que sea”, vaya nuestra palabra de felicitación, la de las autoridades y profesores de la UCAB, a todos ustedes por el conjunto perseverante de esfuerzos que han realizado y nuestra esperanza porque continúen haciéndolos, en pro de una educación de calidad para la Venezuela de nuestros sueños: civilista; sin excluidos; con un crecimiento económico sostenido; con un clima de tolerancia y respeto a los derechos de todos.