Chávez: “Los Tres Poderes soy yo”
Notas de un constitucionalista perdido en Caracas
En los primeros días del mes de diciembre de 2009 viajé a Caracas, Venezuela,
invitado por el Tribunal Supremo de Justicia de ese país para participar en el
Congreso conmemorativo del X Aniversario de la Constitución de la República
Bolivariana. La experiencia, por muchas razones, resultó memorable. A
continuación reproduzco mis notas de ese viaje. Aunque transcribo lo que anoté
día a día durante mi estancia caraqueña y, por lo mismo, no se trata de un texto
reconstruido en retrospectiva, sí es la crónica de una experiencia vivida y
narrada con la carga de inevitable subjetividad que traen adheridos los
recuerdos. Por lo mismo, lo que aquí cuento, probablemente, no es idéntico a lo
que recuerdan mis colegas constitucionalistas (españoles, argentinos,
ecuatorianos, bolivianos, cubanos y brasileños) que también fueron convidados a
tan peculiar evento. Así es esto de la memoria y sus bemoles.
Salida de México: sábado 5 de diciembre de 2009
El aeropuerto de la ciudad de México, a las 23:50 horas, en domingo, es un
páramo desierto. La situación es extraña o, por lo menos, mi sensación lo es.
Abordaremos el último vuelo del día: el MX375 con destino a Caracas. El
aeropuerto de una de las ciudades más grandes y pobladas del mundo, por el que
pasan miles de pasajeros diariamente, está vacío. Las tiendas cerradas, los
trabajadores de limpieza haciendo su tarea, los guardias de seguridad, cansados,
bostezan. La terminal 1 del Benito Juárez parece una ciudad que se acaba de
dormir y aún no quiere despertarse. Y el único lugar activo, en el que se
encuentra un grupo de personas sentadas y ansiosas, es la puerta 21 en la que
nos han convocado para abordar el vuelo. Estoy cansado pero curioso porque voy a
un país y a una ciudad que no conozco. Además, tengo la impresión de que soy el
único mexicano en la sala de espera. Así que éste es ya mi primer contacto con
Venezuela.
El vuelo, de hecho, está lleno. ¿Qué vinieron a hacer tantos venezolanos a
México? Imagino que están de vacaciones (predomina un perfil de clase media y
alta). Yo, al menos hasta ahora, no habría contemplado la posibilidad de
vacacionar en su país. Ya es domingo, 6 de diciembre, el vuelo saldrá a la 1:05
a.m. Nunca había despegado de madrugada. La situación me desagrada.
Llegada a Caracas: domingo 6 de diciembre
El vuelo transcurre bien y llegamos a Caracas con media hora de adelanto. Me
esperan en el aeropuerto dos personas de protocolo y me auxilian para salir en
calidad de diplomático. Nada de trámites, nada de aduana, nada de controles.
Agradezco la atención sin ningún reparo. Lo que me desconcierta es el huso
horario: vaya usted a saber por qué razón es una hora y 30 minutos más tarde que
en la ciudad de México (6:00 a.m. en el D.F.; 7:30 a.m. aquí). Así que debo
ajustar mi reloj 90 minutos y no 60, 240 o 420 como debemos hacerlo cuando
viajamos a la frontera con Estados Unidos, a Buenos Aires o a Europa.
Conforme pasan los minutos confirmo que el señor es un seguidor auténtico del
gobierno. Y eso hace la charla más interesante. Me cuenta partes de su vida y
destaca el crédito que obtuvo —“gracias al presidente”— para comprase un
departamento. Antes, “uno como yo —me dice— no hubiera obtenido un crédito,
nunca”. En todo momento subraya que, en el pasado reciente, su país era elitista
y excluyente y ahora predomina lo popular. Obviamente, no es un hombre educado:
por ejemplo, me pregunta si el avión que me trajo desde México puede volar todas
esas horas sin tener que cargar gasolina. Pero ostenta un grado de politización
sorprendente y, junto con el mismo, un notable nivel de ideologización.
Poco antes de llegar al hotel nos cruzamos con un maratón en el que los
corredores vestían, todos y todas, de rojo. “Ese es el color del partido del
presidente”, me dijo. “Los ‘escuálidos’, en cambio, se visten de amarillo”. Se
despide recomendándome encarecidamente aprovechar que es domingo para
sintonizar, a partir de las 11:00 a.m., aproximadamente, Aló Presidente.
El hotel —Gran Meliá Caracas— es el más fastuoso de la ciudad y, como en todas
partes, el lujo es idéntico: grande, majestuoso, elegante. Mi habitación es
espaciosa y cómoda. Me esperan, como bienvenida, dos canastas de frutas y unas
nochebuenas, regalo de la presidente del Tribunal Supremo. El lujo no me
apantalla pero me sorprende. Simplemente, en Venezuela, invitado por el régimen
supuestamente socialista (que se empeña en transmitir, dentro y fuera del país,
una imagen popular), no esperaba un hotel en el que, por ejemplo, puedo elegir
“almohadas a la carta”: de “semillas de trigo”, “ortopédica”, “plumas de ganso”,
“almohada de bebé”, “plumas sintéticas”, “anatómica”, “alérgica poliéster &
policron”. Unas semanas antes estuve hospedado, invitado para participar en otro
seminario, en el Hotel Victoria de Turín, Italia. Mi habitación en aquel viaje y
el resto de las instalaciones del clásico hotel turinés medían la tercera parte.
¿De dónde nos viene a los latinoamericanos esta vocación por lo ostentoso y esta
manía por lo monumental? Cuando algunos amigos europeos visitan México, con
frecuencia, si son invitados por las autoridades me hacen notar el exceso y el
dispendio con el que son recibidos. Esta es la primera vez que vivo esa
sensación en carne propia. Y, tienen razón mis amigos, surte el efecto contrario
al que los anfitriones esperan.
A las pocas horas de llegar al hotel tengo la sensación de que nada es lo que
parece. El lugar es igual a los grandes hoteles de todo el mundo —quizá lo único
que delata algo de descuido es el estado de los baños, grandes y viejos—, sin
embargo, el ambiente y el modo de comportarse del personal es singular.
Pareciera que, detrás de la fachada del hotel de cinco estrellas, descansara un
fresco latinoamericano. Para muestra un botón: no logro retirar dinero de un
cajero automático (me pide dos números de un carnet de identidad que,
obviamente, por ser extranjero, no tengo). La señorita de recepción —joven, muy
guapa y simpática— me sugiere pedir orientación con el conserje —también joven y
simpático— quien me explica que, tal vez yo no lo sepa, “existe un problema con
el tipo de cambio en Venezuela”. Por aquello de la “falta de divisas”,
puntualiza. Así que no me recomienda seguir intentando obtener dólares en los
cajeros (además, apunta, ello supone correr riesgos innecesarios). Él propone
otra cosa: una operación “segura y secreta”, con un tipo de cambio preferencial,
ni más ni menos que del doble a mi favor (el cambio oficial es de 2.5 bolívares
por dólar; él me cambia 100 dólares por 500 bolívares). Así, sin más, en el
lobby de un hotel de gran lujo. Por eso no me sorprende la devaluación que
anunció Chávez en enero de 2010 ni me sorprendería un quiebre de la economía
venezolana.
Dado que no acepté la generosa oferta del conserje tuve que cambiar unos cuantos
dólares en efectivo por unos cuantos bolívares pagando, además, el 1% de
comisión en el hotel. Todavía recuerdo la cara del conserje y de la
recepcionista ante mi decisión (supongo que, para ellos, absurda). Con ese
dinero, después de nadar en la enorme piscina al aire abierto, decidí ir a
conocer el centro de la ciudad. Justo antes de salir de mi habitación recibo las
cartas de invitación para las cenas oficiales y un directorio telefónico en el
que —entre otras cosas— se me indica el número de Protocolo, el de Seguridad y
el de Servicio Médico que están a mi disposición, permanentemente, ahí mismo en
el hotel. Todo junto, más el cansancio, profundizan mi extrañamiento.
Al abandonar el hotel lo primero que noté es que éste estaba custodiado, en su
entrada, por dos destacamentos de tres militares armados. Quizá la explicación
reside en que el mismo se ubica en una zona caótica y popular. Los alrededores
de este majestuoso edificio son muy parecidos al once en Buenos Aires o a la
calle de Regina, antes de su rescate, en la ciudad de México. En pocos minutos
me encuentro en el meollo de una caótica ciudad latinoamericana en la que todo
puede pasar. Por ejemplo, la vendedora del puesto en el que me detengo a comprar
dos botellas de agua, antes de atenderme, con discreción fallida, despacha algo
que debe ser droga —por la manera en la que tiene lugar el intercambio entre el
billete y el producto— a una joven veinteañera. Nada que no suceda en la ciudad
de México (o en pleno centro de cualquier ciudad del mundo) pero que aquí
observo con la sorpresa de un visitante que, técnicamente, acaba de llegar.
Viajo en metro, es domingo y aquello está a reventar. La muchedumbre es popular,
colorida y las mujeres —ya me lo habían advertido—, en verdad, son atractivas.
Mi primera impresión es que ésta es una sociedad relativamente igualitaria —con
un status de clase media baja generalizado— que contrasta en su
composición con la ostentosa desigualdad mexicana. Acá todo parece popular,
parejo, uniforme. Obviamente, estoy en una zona popular, en pleno centro de la
ciudad, pero no salta a la vista lo que en México o en Río de Janeiro es común,
frecuente y está por todas partes: autos de marca y gente de esa clase alta
latinoamericana, altiva y ostentosa.
El metro de Caracas podría estar en cualquier ciudad del mundo. Nada especial,
nada que merezca un comentario. Pero el centro de la ciudad me parece un sitio
desolador. Algún edificio interesante —el Capitolio— pero, el resto, incluida la
plaza Bolívar, en verdad decepcionante. Cuernavaca es una metrópoli frente a
esto. Al menos si comparamos el centro histórico de aquella ciudad con este
lugar caótico, ruidoso y tremendamente sucio. Me acerco a dos vendedores de
artículos varios para preguntar por un restaurante para comer y, sin satisfacer
mi inquietud, me ofrecen dólares, droga, compañía. Constato que mi condición de
extranjero es inocultable. Y eso me desagrada pero, al mismo tiempo, me
consuela. O mejor dicho, me ayuda a soportar mejor mi propio sentimiento de
extranjería. Y aunque eso me puede pasar también en los sitios turísticos de
México —“España, olé” nos gritaban a mí y a mi esposa para llamar nuestra
atención los vendedores ambulantes de Playa del Carmen hace algunos meses—, aquí
mi extranjería es real, definitiva. No logro encontrar en mí —al menos no ahora—
la fibra que hace latir los corazones de muchos amigos y familiares con fervor
latinoamericano. Soy extranjero y me siento extranjero en medio de este caos que
mezcla la vitalidad ruidosa con el más desolador deterioro. No me gusta la
arquitectura irregular y sin estilo alguno que hermana a Caracas con
Villahermosa, ni disfruto el escándalo sin censura de decenas de chiquillos que
juegan entre las mesas a arrojarse pequeñas explosiones de pólvora (de esas que
en México llamamos “brujitas”). Hay algo que me impide dejarme abrazar por un
sol que, a pesar de ser diciembre, quema.
“Ragazzi, non aborghesatevi”, nos decía Franco, un viejo comunista y
amigo italiano, a mi esposa y a mí hace algunos años. Me doy cuenta que su
advertencia, al menos en mi caso, fue desatendida. O quizá era simplemente
imposible de cumplir: cada uno es fruto de su medio y de su tiempo. Tal vez por
ello, observo esta ciudad con una mirada de extranjería que no tiene su origen
en las coordenadas de la geografía sino en los recintos de la cultura, las
concepciones políticas, los gustos y las formas de vida. En medio de una plaza
enorme que descansa detrás del espantoso edificio del Congreso Nacional
—decorado con un enorme cintillo que, por un lado, tiene los retratos de los
libertadores de América (Bolívar a la cabeza) y por el otro dos enormes fotos de
un Chávez tomando juramento y saludando a la masa y que, irónicamente, recoge la
consigna “la sede del poder del pueblo”—, ante la suciedad, el abandono y la
indigencia que merodea y escarba en los basureros en busca de comida, me
descubro completamente ajeno, fatalmente distante de esta realidad en la que no
veo ninguna “revolución progresista”. No encuentro un socialismo con rostro
moderno en el que la igualdad social vaya de la mano del progreso ni una
democracia en la que el concepto sea algo más que un recurso legitimador del
caudillo en turno.
Me pregunto si es este caos que se inclina al precipicio lo que emociona a
algunos intelectuales europeos que celebran la revolución bolivariana, denuncian
con aburrimiento el impasse y la mediocridad intelectual en el que —según
dicen— está atrapada la sociedad europea y declaman su encanto por Latinoamérica
(pero suelen tener un boleto de avión —de regreso a casa— en el bolsillo). Yo,
definitivamente, no encuentro en lo que veo el germen de una sociedad moderna,
libre e igualitaria. Y me niego a claudicar ante la idea de que ésta es la
igualdad y libertad que nos toca a los latinoamericanos: una seudomodernidad
folklórica, ad hoc para los países del tercer mundo. La idea provinciana de que
debemos encontrar nuestra identidad y destino sin mirar hacia otra parte siempre
me ha parecido mediocre. Una cosa es aceptar la realidad y sentirse parte de
ella y otra, muy distinta, conformarse con un estado de cosas en el que la
marginalidad es destino.
El discurso de Chávez reivindica insistentemente lo popular y desprecia todo lo
que huela a burgués: le encanta, por ejemplo, manifestar su desprecio por los
que beben whisky. Pero yo estoy hospedado en un hotel de lujo pagado por el
propio Estado venezolano. Alguien podría apuntar que la invitación proviene del
Poder Judicial y no del Poder Ejecutivo pero, en la Venezuela de Chávez, como
confirmaré después, esa distinción no tiene mayor sentido. Por lo mismo, la
habitación me permite palpar el tamaño de la farsa. Y, entonces, reconfirmo la
razón profunda de mi toma de distancia radical con el proyecto bolivariano y su
presunta revolución hacia el socialismo del siglo XXI: detesto a los caudillos.
La simulación, la retórica y el uso y abuso de las emociones con las que
alimentan su poder, es la materialización de las formas políticas que más
aversión me generan. Chávez hablando de Chávez y de su proyecto para el bien de
Venezuela activa los resortes más sensibles de mis convicciones democráticas y
me permite confirmar que, en efecto, en mi caso, soy un demócrata antes que otra
cosa. Hijo legítimo de mi tiempo histórico creo en la necesidad de reemplazar
periódicamente a los gobernantes y limitar sus poderes como una condición para
el ejercicio de una verdadera libertad política. Además, la retórica schmittiana
—colorados vs. escuálidos; bolivarianos vs. burgueses—, venga de quien venga, me
resulta violenta, excluyente y peligrosa. La política es conflicto, por
supuesto; pero la política democrática es superación del conflicto. Me pregunto
cómo es que no ha estallado la violencia en este pobre país gobernado durante
décadas por una elite clasista y explotadora y ahora por un general carismático
que cuenta con un ejército —diría Bovero— de “siervos contentos”.
Antes de la cena oficial de bienvenida —que resultará discreta y sin mayores
lujos— nos reunimos en el lobby del hotel los participantes del congreso. La
composición es interesante: académicos de Ecuador, Bolivia, Venezuela,
Argentina, España, Cuba. También hay funcionarios judiciales del más alto nivel.
Por ejemplo, están presentes magistrados de los Tribunales Constitucionales de
Chile, Ecuador y Bolivia; el presidente del Tribunal de Cuba y el secretario del
Consejo de Estado de ese mismo país. Seguramente por ello el aparato de
seguridad es impresionante: una decena de hombres de físico portentoso y actitud
vigilante. Ese cuerpo de protección y vigilancia, a partir de entonces, estará
presente en todos los recintos, lo cual no deja de ser desconcertante porque
supone que existe un riesgo real de que se verifique algún tipo de atentado. De
lo contrario no me explico por qué la presidente del Tribunal Supremo está
permanentemente rodeada de un cuarteto de matones que le doblan la estatura y
calibran con cara de pocos amigos a todos los que la rodean.
Durante la cena comparto mesa, entre otras personas, con un juez y un diputado,
chavistas ambos. La defensa del gobierno es excesiva y raya en lo ridículo: la
crisis no ha llegado a Venezuela, el petróleo es sólo una parte de su economía,
la popularidad del presidente es muy alta (las encuestas mienten), la
inseguridad es un problema real pero explotado por la oposición (una de sus
causas principales —me explican— es la presencia de colombianos desplazados que
antes se quedaban en la frontera pero ahora llegan hasta Caracas), etcétera. Ya
en el extremo de la complacencia, una joven juez que no quiere quedarse fuera
del concierto, remata: “Venezuela es el mejor país de mundo”. Ni el más mínimo
asomo de crítica. De hecho, el afán por superarse unos a los otros en la
celebración de los éxitos del chavismo llega a extremos patéticos. Reproduzco de
memoria dos intervenciones emblemáticas. La primera es del diputado. Y comienza
con el reconocimiento de un dato de hecho inocultable: el calentamiento global
ha provocado una fuerte crisis de agua en el país. Por lo mismo, reconoce, hay
problemas de abasto en amplias regiones. Sin embargo, Chávez, me explica con una
sonrisa socarrona, ha sorteado la crisis de manera ejemplar pidiendo a los ricos
que aprendan a bañarse con jícaras (ellos usan otra palabra pero no recuerdo
cuál es) como siempre lo ha hecho el pueblo. “Fíjese usted”, me dice, hasta “la
naturaleza está teniendo un papel igualador en Venezuela”.
La segunda perla proviene de la boca del juez (un joven simpático, bien
enterado, enamorado de México y muy preocupado porque me lleve una buena
impresión de su gobierno): “La historia de este país es increíble, ¿usted sabe
que la historia del Quijote es, en realidad, venezolana? Un escudero —me
explica— la llevó a Madrid y de ahí la tomó Cervantes”. Me recordó a algunos
amigos catalanes que, en su nacionalismo, pierden la brújula de lo sensato.
Antes de irnos a dormir llegó la noticia de la victoria electoral aplastante de
Evo Morales en Bolivia. El ánimo generalizado es de fiesta. “¡Y luego dicen que
estos tíos no lo hacen muy bien!”, celebraba un colega español muy vinculado con
lo que han llamado “nuevo constitucionalismo latinoamericano”.
Inicia el congreso: lunes 7 de diciembre
Temprano nos reunimos en el lobby del hotel. Nos espera un convoy de seis
camionetas, escoltadas por motoristas (que fueron abriendo el paso) y seguidos
por una ambulancia. En las camionetas delanteras nos acompañaron unos escoltas
de físicos, en verdad, amenazantes. Llegamos al tribunal después de rodear la
ciudad hacia lo alto (lo que me permitió constatar que es más grande de lo que
me había parecido el día anterior y que tiene muchos edificios altos e
irregulares, algunos de ellos modernos). Caracas, en definitiva, no es una
ciudad bonita ni ordenada pero ahora descubro que no carece de una cierta
personalidad. A pesar de las favelas que rodean una parte de la montaña que a su
vez circunda a la ciudad (y que es escenario común en toda Latinoamérica), si
debo encontrar un adjetivo, diría que a Caracas la caracteriza más el desaliño
que la miseria. Sin embargo, por lo que puedo apreciar, por desgracia, ya no
tendré oportunidad de recorrerla. Un colega brasileño me comentó que intentó
salir a correr por la mañana y no logró evitar que lo siguiera un guardia de
seguridad; algún otro comentó que le sucedió lo mismo la noche anterior. Se ve
que el tema de la inseguridad —y la posibilidad que le pase algo a algún miembro
del congreso— los tiene, en verdad, preocupados. O quizá sus preocupaciones y
las causas de su marcaje individualizado sean otras.
El Palacio de Justicia es grande e imponente. Lo corona un vitral que es orgullo
de sus miembros y que no deja de ser interesante (“es el más grande del mundo”
me repiten un par de veces). La hospitalidad y la atención por parte del
personal y del comité organizador siguen siendo impecables. En el auditorio dos
grandes mantas anuncian el propósito del Tribunal Supremo de Justicia:
“Construyendo un Estado Democrático y Social de Derecho y de Justicia”. Poco a
poco el auditorio se llena y se va integrando el presídium con algunos invitados
especiales, los miembros del gobierno y los titulares de los órganos del Estado
bolivariano. Detrás de ellos se sentarán los 31 jueces constitucionales. Junto
al presidente Chávez estará nuestra anfitriona, la presidente del tribunal, Dra.
Luisa Estella Morales. A mí, quién sabe por cuáles suertes del destino, me
tocará sentarme en la primera fila, prácticamente enfrente del presidente.
Detrás de mí estarán los embajadores de Cuba, Italia, Bolivia y Ecuador y, como
después constataré, el diputado que conocí la noche anterior.
Chávez llegó 40 minutos tarde y su intervención estaba programada (según consta
en el programa) para durar unos 20 minutos. Nos sorprendió llegando por la
entrada principal y, entre su arribo y el inicio del evento, se detuvo a
platicar e intercambiar bromas con distintos grupos de los presentes. Desde ahí
quedó claro que no tenía prisa. Su carisma y dominio del escenario son
indiscutibles, abrumadores. Es la representación del poderoso que disfruta sus
enormes potestades. Un par de invitados le dicen de pasada, ¡venimos de Cuba!, y
él grita en respuesta ¡Viva Fidel!, a lo que le sigue un aplauso espontáneo y
animado por parte del respetable. Ya en el estrado, antes del discurso de la
presidente, escuchamos de pie el himno de Venezuela. El evento inicia con el
discurso de la presidente. A partir de ese momento el evento adquiere un
significado y un interés distinto para quien esto escribe. La Dra. Morales,
cabeza del Poder Judicial del Estado venezolano, abre boca advirtiendo la
necesidad de superar la “odiosa separación de poderes”. Lo dice así,
textualmente. Después puntualiza: de lo que se trata es de dejar atrás la
barrera clásica liberal de la separación entre los poderes que ha impedido que
el Estado se erija como un solo ente. Esa concepción “liberal burguesa” debe
abandonarse en el “nuevo paradigma constitucionalista” de Sudamérica. No doy
crédito. Frente a ella están sentados sus pares, los jueces constitucionales,
que escuchan (me pareció que algunos con cierta incomodidad y disimulada
sorpresa) su llamado a lograr una dinámica “coordinada, interrelacionada, de
cooperación” entre los poderes estatales. Su adversario, nos dice, es la
concepción liberal —francesa y americana del checks and balances— porque
no corresponde a la realidad actual y a las necesidades de nuestros países. Al
menos no, remata, al presente de Venezuela.
Para explicar por qué llegó tarde al congreso cuenta que tuvo que atender una
llamada del mandatario de Rusia y, después, se entretuvo jugando con unos niños
en la entrada del auditorio que estaban en una guardería organizada por el
propio Tribunal Supremo. Y ahí deja caer una frase que anuncia su concepción de
la autonomía entre los poderes: guardería que yo celebro “[entre otras razones]
porque la organizaron sin pedirme un solo peso [risas]”. Volteo a ver a los
magistrados y magistradas y me da la impresión que muchos de ellos lo observan
cansados, aburridos, con cierto hastío. Él, supongo que lo nota y remata con
actitud burlona: “¡ay, qué severos son los magistrados y yo que llegué tarde por
jugar con los niños y porque tenía que hablar con el primer ministro de Rusia…
¡Viva Rusia!”. Su auditorio aplaude y alguno deja escapar un par de “vivas”. La
autonomía del tribunal, su independencia frente al Poder Ejecutivo, quedó así
arrollada entre la anécdota y la ironía. Con lo que, de paso, hizo eco directo
con el discurso de la presidente Morales.
En su discurso, Chávez, salta de un tema a otro sin aparente coherencia: desde
la cumbre en Uruguay a la que está por asistir, hasta el triunfo de Evo Morales
(“Bolivia: Pueblo que se alza como Lázaro y se reivindica”), pasando por
aparentes confesiones retóricas de humildad (“No quiero parecer presuntuoso ante
sabios […] A mí siempre me ha apasionado esto del derecho pero yo soy solamente
un soldado”). Y de ahí construye una implícita conexión entre él y Bolívar (cita
de memoria al libertador): “Yo soy sólo un soldado, nacido entre esclavos y no
he visto más que hombres encadenados y compañeros con armas dispuestos a romper
las cadenas”. No hace falta decir que el tono es histriónico —aunque no
exagerado— y el gesto raya en lo profético.
A lo largo del discurso regresará, una y otra vez, sobre otra conexión —digamos
ideal— con Bolívar que parece obsesionarlo: la derrota y traición por su pueblo.
En algún momento defenderá la necesidad de educar al pueblo —“educación, moral y
luces deben ser los polos de una República”— para evitar que, desde la
ignorancia, “sea un instrumento ciego de su propia destrucción” (esta frase es
repetida a sotto voce por el diputado con el que cené la noche anterior y
que está sentado detrás de mí). Me siento en el ritual de una secta cuyo guía
teme que le suceda lo mismo que al profeta: a Bolívar, insiste, lo acechó la
“Crónica de una muerte anunciada, para citar al Gabo”. Y al igual que el
libertador y supuestamente como él decía, Chávez se declara: “una débil paja
arrastrada por el vendaval revolucionario” (esta clase de frases le encantan
porque las repite dos o tres veces modulando tonos distintos). Pero, cuando
expulsaron a Bolívar de Venezuela, se pregunta preocupado: “¿dónde estaba el
pueblo que no salió a defenderlo?”.
Al hablar de Bolívar adquiere un tono místico-religioso: Bolívar, como él mismo,
fue “crístico”; “vivió cual Cristo y murió crucificado”; a los venezolanos “nos
guía su fata morgana”. Así, tal cual. Y, para rescatar a su otro pilar
ideológico, remata: Fidel también es “crístico en lo social” (y lo repite un par
de veces en voz más baja). El tono mesiánico y profético se expresa en esta y
otras frases más adelante (él mismo ironiza sobre el hecho de que la oposición
lo pinta como un predicador protestante “puertorriqueño”): “yo soy católico
pero, sobre todo, soy cristiano”. Más adelante, en medio de una frase, advierte
que construir una patria verdadera es “una tarea homérica y bolivariana”. Y
mucho después, en la tercera parte del discurso, citando a un tal Mesaro,
advierte: “¿Cómo conciliar la vida del individuo humano limitada en el tiempo
con el carácter radicalmente ilimitado del tiempo histórico?”. Recupero una
última anécdota —que él narra entre bromas, chistoretes y calculados titubeos de
(falsa) memoria— para redondear el tono profético y mesiánico del discurso: dice
que un día, en Cuba, se encontró a unos niños que lo saludaron (“Hola, Chávez”,
dice que le dijeron) y le contaron que iban a la escuela; al poco rato, por el
mismo camino, se encontró a un pastor evangélico que también lo reconoció y dijo
con tono severo: “Chávez, te exhorto a que continúes y dile a Fidel que es un
cristiano en lo social”. Después, como es debido, juntos, “terminamos orando”.
En su discurso los conceptos de “occidente”, “liberalismo”, “capitalismo”,
“revolución francesa”, “revolución americana” —todos juntos— forman parte del
mismo proyecto que debe abandonarse y superarse. En un momento exclama con voz
convocante: “Jamás volveremos [a ese modelo], cueste lo que cueste y pasé lo que
pasé”; “por nuestros niños, ¡no podemos volver atrás!”. El auditorio lo premia
con un aplauso. Su discurso, a partir de este momento, incluirá reflexiones
seudofilosóficas alrededor de un dilema supuestamente bolivariano: ¿en dónde
será posible desentrañar la “misteriosa incógnita del hombre en libertad”? De
vez en vez, entre anécdotas, desvaríos y chascarillos, regresará al punto para
concluir que eso sólo es posible en la América Latina que su proyecto
revolucionario encarna. En paralelo, su arenga va y viene sobre los males del
capitalismo. Ese capitalismo que produce una televisión que “corrompe la mente”
y que activa “lo que Fidel llama ‘los reflejos condicionados’ ” (la referencia a
Pavlov no puede faltar y no falta). Acto seguido, cierra la pinza de su
razonamiento: “¡O el imperio yanqui o el mundo; los dos no caben en este
planeta!”.
Para aterrizar esa retórica advertencia en tierras venezolanas advierte que la
oligarquía engaña a los venezolanos diciéndoles que Chávez (se refiere a sí
mismo como Hugo Sánchez, en tercera persona) regala casas a los bolivianos
(mientras los venezolanos viven en la pobreza). Ésa, nos dice para retomar su
tesis, es una estrategia científicamente diseñada: “¡están haciendo activar los
reflejos condicionados!”. Nos quieren vender un lenguaje y unas ideas sugerentes
y peligrosas: “¡cuidado con la igualdad de oportunidades”; “¡necesitamos la
igualdad de condiciones!”. Detrás de mí, el diputado, de nueva cuenta, repite en
voz baja las frases de Chávez: ¿cuántas veces las habrá escuchado? Se me antoja
voltearme y decirle que entendió muy bien; que precisamente ésos son los
“reflejos condicionados”. Obviamente, me abstengo.
N
o es difícil adivinar la otra veta de su argumento: la burguesía venezolana es
el enemigo “movido por el imperio” y por eso “necesitamos educación”. “Hay
muchos jóvenes venezolanos —explica— que no saben en dónde está Quito pero sí en
dónde queda Miami”. Aprovecha la idea para jugar con nombres de localidades y
bromear con la incapacidad de los ignorantes oligarcas imaginarios para
pronunciarlos. Es, en verdad, simpático: el público ríe, yo mismo sonrío.
Aprovecha el aplauso que levanta su chascarrillo para continuar el espectáculo:
“apláudanme más porque voy a tomar café” (y le da un sorbo al café que le han
puesto en atril). Por un segundo me siento en una trova o en una peña. Pero
estoy en el auditorio del Tribunal Supremo de Justicia de la República de
Venezuela. Y, por lo mismo, el espectáculo resulta tragicómico.
Pero Chávez recupera mi atención porque sube el tono de manera alarmante: “si la
burguesía recupera el poder acabará con la constitución”. Y narra que Fidel le
ha hecho una advertencia muy severa: “Chávez: es bueno que los venezolanos sepan
que, con el odio que tienen acumulado, si la burguesía recupera el poder
cometerá un genocidio de proporciones enormes”. A mí se me hiela la espalda
cuando alguien del público —una voz de mujer— grita: “¡lo sabemos, presidente!”.
Esta escena me vendrá a la mente al día siguiente cuando, como narraré a
continuación, acudimos al Cuartel San Carlos y en la fachada divisé una gran
manta que decía: “Todos de pie; presidente Chávez, ordene!”.
De la constitución, Chávez tiene una idea meramente política: lo que importa no
es su contenido, ni los límites institucionales que pudiera contener, sino el
proceso que llevó a ella. Por eso, con tintes rousseaunianos, advierte que no
pueden ponerse límites al poder transformador del pueblo. “¿Qué constitución es
inamovible?”, pregunta. “¿Qué constitución no debe adaptarse al ritmo de los
tiempos?”, remata. Y como el tema de la reelección está implícito en el
circunloquio justificativo, continua: “en España se puede reelegir el presidente
todo lo que quiera; ¡ah!, pero aquí no, ¡los indios no podemos hacerlo!”. De ahí
desarrolla una veta más de su discurso: “¡el constitucionalismo [del siglo XXI]
nació en Caracas!”. Para él, de hecho, el tiempo que vivimos es maravilloso:
“una ideología que se apodera de las masas y que se convierte, de nuevo, en
ideología”. Marx y “su dialéctica” son invocados para celebrar la fiesta.
Chávez, afirma, pertenecen a una corriente llamada “el historicismo” que
consiste, simplemente, en ser parte de la historia. Y hoy, en la Venezuela
bolivariana, la división de poderes es una institución del pasado. La razón es
simple: esa medida liberal y burguesa, debilita al Estado. Aunque “los
reaccionarios nos quieren hacer pasar como dictadores”, dicho principio debe ser
sustituido por el de la “autonomía entre poderes”, que es propio del
“constitucionalismo popular”. Un constitucionalismo “histórico y bolivariano” al
que, según asegura, “le tienen pavor los yanquis y sus lacayos”. Yo no podía
dejar de pensar en el texto del artículo 16 de la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano de 1789 (y que sería el eje de mi intervención del
día siguiente): “una nación en la que los poderes no están divididos y los
derechos no están garantizados, no tiene constitución”. Pero lo que pudiera
pensar quien esto escribe y los otros constitucionalistas, magistrados y
profesores extranjeros, invitados (y a quienes llamó “sabios” al iniciar su
arenga) lo tenía completamente sin cuidado. No es mi interpretación, el propio
Chávez se tomó la molestia de aclararlo: “prefiero las opiniones del pueblo que
las de los sabios”. Por eso —y aunque no soy sabio— escribo esta crónica sin
cargo de conciencia.
Chávez dejó de hablar después de más de 180 minutos de perorata. Estoy
convencido que el despotismo también descansa en esos detalles (aparentemente
sin importancia): el tirano se apodera de nuestro tiempo a capricho; obliga a
escucharlo hasta que se agota el caudal de sus ocurrencias. Cuando miraba hacia
el presídium me dio la impresión de que más de un magistrado, durante el
discurso, pensaba lo mismo. Cuando lo hice notar en una sobremesa recibí una
respuesta cerrada: en efecto, algunos de ellos son “escuálidos”, de derecha. El
blindaje ante cualquier crítica, por mínima que sea, es absoluto. Yo no soy de
derecha y celebro no tener que soportar otro discurso de esos, nunca más en mi
vida. En la noche, con malicia y sarcasmo, un colega español, en el lobby del
hotel, ante un pequeño grupo de invitados y funcionarios de diversos países
(Venezuela incluida) me disparó a quemarropa: “¿Calderón también hace esos
discursos?”. Mi reacción fue a bote pronto: “No —le dije—, Calderón,
seguramente, no sería capaz”. Pero, “sobre todo —rematé consciente de lo que
hacía—, nosotros no le tenemos tanta paciencia”. Sé que es estúpido pero me
sentí infantilmente complacido con mi respuesta.
Cuartel San Carlos: martes 8 de diciembre
Temprano nos trasladan, de nueva cuenta y como todos los demás días, escoltados
(seguridad, motocicletas, ambulancia, etcétera) a la sede del Tribunal Supremo
de Justicia. Sin embargo, un pequeño grupo nos separamos para participar en una
reunión programada con la finalidad de analizar el proyecto de una red de
constitucionalistas “por un nuevo constitucionalismo” que impulsan algunos
colegas desde hace tiempo. En abstracto la idea de la red tiene aristas
interesantes. No existe algo así en el continente y, en principio, podría ser
una plataforma para promover la idea de que el derecho puede ser un instrumento
para transformar a la realidad y no necesariamente para conservarla. El
manifiesto en el que se recogen los principios básicos de la propuesta no está
mal: habla de democracia, justicia social, división de poderes, circulación de
los gobernantes. Por eso acepto asistir al encuentro.
La reunión tendrá lugar en el Cuartel San Carlos, ubicado a unos 200 metros del
Palacio de Justicia y que fue una cárcel durante varios años. Se trata de un
edificio cuadrado y amplio con un enorme patio central —bien podría haber sido
una hacienda mexicana— en cuyo centro colocaron algunas sillas alrededor de una
mesa, con un toldo y un equipo de sonido. Todo rigurosamente de rojo. En el
fondo del patio, sirviendo de telón al encuentro, cuelga una enorme manta con
una foto de Chávez deteniendo en su mano una pequeña constitución bolivariana y
rematada con la frase “Nuevo Constitucionalismo del Pueblo Bolivariano”. La
puesta en escena es burda y, a mis ojos, constituye una provocación. Solamente
acepté ser fotografiado —junto con un grupo de colegas extranjeros— dando la
cara a la manta para evitar que ésta coronara la imagen. La reunión, a mi juicio
y a juzgar por el tinglado, desde su inicio, se precipitaba al fracaso.
Antes del encuentro un par de guías populares —uno de ellos ex presidiario— nos
cuentan que el recinto fue “rescatado por el pueblo” porque el Ministerio de
Cultura quería convertirlo en una escuela. La historia suena inverosímil en la
Venezuela chavista pero ésa es la versión oficial. Y el valor del lugar, nos
dicen, reside en que ahí fueron encarcelados muchos luchadores sociales. Uno de
ellos —“el último gran soñador que pasó por aquí”— fue preso por “el imperio y
la oligarquía criolla servil”. Por supuesto, se trata del mismísimo Chávez,
quien estuvo encarcelado ahí mismo después de intentar dar un golpe de Estado.
La historia la escriben los vencedores, no cabe duda: el intento de golpe
chavista es celebrado como un acto heroico; el golpe en contra de Chávez, en
cambio, es muestra de la falta de escrúpulos de la oligarquía. Defino, de
inmediato, mi postura en este tema: ningún golpe de Estado es aceptable. En todo
caso, en situaciones de opresión, es legítimo el derecho de resistencia.
La reunión, finalmente, bajo un sol insoportable, inicia en el templete del
patio (yo me siento intencionalmente en la esquina de frente a la manta
chavista). El coordinador, el colega español que se divirtió provocándome la
noche anterior, narra los objetivos de la iniciativa en términos básicamente
académicos. Sabe, supongo, que está en medio de una emboscada política. Los
venezolanos presentes están, de hecho, esperando que su líder, Carlos Escarrá
—el diputado del que ya he hablado en un par de ocasiones—, tome la palabra. Él
mismo, con orgullo, dice ser el coordinador del movimiento de
constitucionalistas bolivarianos. En su primera intervención se declara
“militante de la esperanza” y habla de actividades e iniciativas populares
venezolanas (como la “parlamentarización social de calle”) que se orientan a una
“apropiación popular de la constitución”. Mientras habla cita a Chávez
reiteradamente y su tono, no sé por qué, me parece amenazante.
Será unos minutos después, en una segunda intervención del mismo diputado,
cuando la baraja quedará expuesta. En respuesta a la lectura de una relación de
nombres de posibles integrantes de la red —el Dr. Fulano, la Dra. Mengana— a
cargo del coordinador del encuentro, el diputado Escarrá, desenvainó la espada
bolivariana (cuya réplica en miniatura, por cierto, nos había sido regalada la
noche anterior): “el lenguaje que se está usando en este encuentro es
capitalista; porque ‘red’ es un concepto capitalista” y porque en la
presentación de los nombres se incluyó el grado académico de los mencionados.
Mirando con desprecio a los presentes, remató: “Yo no puedo participar en una
organización de elite —aunque no perdió la oportunidad para recordarnos que él
tenía un doctorado, tres maestrías y 31 años de experiencia en la docencia—
porque yo estoy por un constitucionalismo mestizo”. La perorata es interesante
por exagerada y, a mi juicio, resulta demoledora para la reunión. Su discurso es
delirante: “en Venezuela el derecho constitucional se está haciendo en las
calles y no en la academia”. Y lo dice, nos advierte, un profesor que en el
pasado fue “discriminado por no ser blanco” y que, “aunque no es un chavólogo”,
tiene muy presentes las enseñanzas del presidente. Sobre todo la que ya
conocemos y que él repite: “es menester escuchar más al pueblo que a los
sabios”.
En ese momento caigo en cuenta de que, en ese país, todos los poderes y todos
los sectores —en este caso la academia y los estudios constitucionales— han ido
perdiendo autonomía y se están alineando, paulatinamente, con el proyecto del
comandante. Soplan aires totalitarios. De hecho, el diputado aprovecha para
expresar su total “coincidencia” con la presidente del Tribunal Supremo: “el
poder del Estado es uno sólo; el poder es sólo uno”; “por eso hay un jefe de
gobierno que también es un jefe de Estado”. Y concluye sonriente y con turbia
mirada: “¿hasta cuándo seguiremos con las vetustas ideas del Espíritu de las
Leyes?”. Es ahí cuando decido abandonar la reunión e irme al hotel. Estoy
cansado y me siento profundamente incómodo. Me levanto y, caminando hacia la
salida, veo apostado en el fondo del patio un equipo de grabación con dos
grandes antenas que captan todo lo dicho en la mesa. Ahora entiendo la
insistencia del diputado en hacer recurrentes y redundantes muestras de lealtad
presidencial. Sé que es absurdo pero, en ese momento, padecí un sentimiento de
pérdida de libertad. Mismo que se incrementó cuando me comunicaron —con
amabilidad pero de manera tajante y definitiva— que no podía irme en un taxi,
por mi cuenta.
Deseo abandonar el lugar de inmediato porque no quiero legitimar con mi
presencia un minuto más esa farsa y tengo que esperar a un chofer/escolta.
Mientras espero resignado su llegada, leo distraído unos carteles en los que se
pide la inmediata liberación de Illich Ramírez Sánchez, alias Carlos o
El Chacal, terrorista detenido en Francia que, en el lugar en el que me
encuentro, es considerado “un luchador social”. Es inagotable la capacidad que
tenemos los seres humanos para manipular los hechos. Eso pienso cuando llega el
auto que me llevará al hotel. Lo conduce el mismo chofer que pasó por mí al
aeropuerto. Aprovecho la confianza que ese encuentro previo me brinda para
enterarme que es un instructor de boxeo; que él y todos sus colegas son guardias
de seguridad; que tiene instrucciones de llevarme o seguirme a todas partes; que
es responsable por mi integridad física, y que no puedo abrir las ventanas del
auto. El tipo —como ya he tenido oportunidad de reportar— es bonachón, simpático
y platicador pero no me cuesta trabajo imaginarlo “obedeciendo órdenes”,
incluso, sobre mi persona. Sobra decir que es enorme: pesa 105 kilos, según me
cuenta. Decido quedarme toda la tarde en el hotel, antes de regresar para las
mesas de trabajo al tribunal. La noche siguiente descubriré que en el mismo piso
en que estaba mi cuarto —el piso 12—, a dos puertas de distancia, dos
habitaciones idénticas a la mía, una frente a la otra, estaban ocupadas por el
personal de protocolo y de seguridad. Hasta ese momento entendí cómo era posible
que, cada que salía de la habitación y caminaba a los elevadores,
invariablemente, aparecía un escolta a mis espaldas.
La mesa de trabajo vespertina del martes es interesante porque en las
intervenciones de los participantes —público inscrito compuesto por estudiantes
o funcionarios judiciales en su mayoría— es palpable un orgullo sincero por su
constitución. Obviamente, aquí sólo están presentes los que piensan eso (el
evento es una celebración de su documento constitucional) pero el dato, para mi
sorpresa, es real. La constitución bolivariana tiene una base social
indiscutible. Existe una apropiación popular de algunas de sus normas y un
sentido de reivindicación política representado por su texto. No puedo dejar de
pensar en el tipo de oligarquía que debió gobernar a este país y que logró
generar este sentimiento de emancipación simbólica en los jóvenes estudiantes
que —según narran— participan en las misiones populares y se sienten orgullosos
de promover el socialismo por todo el país. Al contestar una pregunta del
público expreso una banalidad: eso que llamamos pueblo no existe en cuanto tal
y, en todo caso, con frecuencia “se equivoca”. La respuesta no tarda en llegar:
“como ha dicho el presidente Chávez, el pueblo educado nunca se equivoca”, me
dice un joven funcionario judicial. Ese mismo muchacho, más adelante, en un
significativo desliz, me llama el “camarada norteamericano que viene de México”.
A pesar de este episodio, al final, mi sensación es que el nivel de la
discusión, desde un punto de vista académico, fue elevado.
La cena, ese día, tendría lugar en un bonito jardín ubicado a la mitad de la
ciudad que fue recuperado como espacio cultural “abierto al pueblo”. La
tranquilidad del lugar, sus más de cinco hectáreas de verde y el canto de los
grillos, contrastan radicalmente con el caos y el desorden de la ciudad que nos
rodea, que nos atrapa. Mi lugar en la mesa está ubicado junto con un colega
argentino y otros dos cubanos en la mesa de la presidente del tribunal. La
charla resulta amena e interesante. La Dra. Morales cuenta que es de una
provincia pobre y de origen popular. Mi tierra, nos dice, no sin un dejo de
orgullo, “siempre fue cuna de guerrilleros”. Su historia es ejemplar:
abogada en Venezuela, estudiante de posgrado en Italia y Francia (vivió en
Europa ocho años), experta en derecho agrario y juez por mérito propio (de
hecho, años atrás, antes de la llegada de Chávez al poder, la expulsaron del
Poder Judicial por conceder un amparo, en aplicación directa de la constitución,
para proteger unas tierras comunales). No me queda duda que es una persona
inteligente y calculadora. Y, al narrar su experiencia como presidente, destaca
un dato verdadero en el que yo no había reparado: cuatro de los cinco titulares
de los poderes en Venezuela son mujeres. Ningún otro país en América Latina
puede presumir un dato como éste. Es cierto.
Pero, al entrar al terreno de la política, cae el telón. Su independencia frente
a Chávez es, a todas luces, inexistente. Y, sin un Poder Judicial independiente,
como nos enseñó MacIlwain, no hay espacio para las libertades. La Dra. Morales
conoció a Chávez cuando éste la invitó a asesorarla para hacer la Ley Agraria
(según escuché en diversas oportunidades, el presidente, al menos al inicio de
su gobierno, mostró un inteligente talento para allegarse de consejeros
valiosos) y, después, la convirtió en juez constitucional. De ahí, el paso a la
presidencia —con el apoyo del comandante— fue sencillo. El colega argentino se
interesa por las tesis que expuso en su discurso inaugural y ella, sin reparos,
confirma lo dicho: la división de poderes, al menos en la Venezuela bolivariana,
debe superarse. “En mi país —nos dice—, ahora, no miramos hacia Europa”. Su
posición es nítida: el Estado debe tener objetivos únicos y comunes y todos los
poderes deben abonar en esa dirección; lo contrario debilitaría su capacidad
transformadora. Y, en Venezuela, no hay duda, “Hugo Chávez es el jefe de ese
Estado”. Yo no logro contenerme y, con cierto maquillaje teórico pero sin
rodeos, le recuerdo una obviedad: el poder corrompe y que los seres humanos no
tenemos llenadera. Nunca un lugar común tan manoseado me había resultado tan
pertinente. Su rostro permaneció inmutable.
Intervención y clausura: miércoles 9 de diciembre
El día de mi exposición en el pleno el ambiente fue amable. Leí, sin mayores
ajustes, el texto que había escrito en México y que se publicará en la
Revista Internacional de Filosofía Política. Mi tesis central venía como
anillo al dedo y era todo menos obsequiosa: las constituciones no son —al menos
no solamente— proclamas políticas, sino un conjunto de normas vinculantes, y
parte de esas normas, junto a los derechos fundamentales y como una garantía de
protección para los mismos, es la dimensión orgánica de la constitución que se
funda en el principio irrenunciable de la separación/división de los poderes. El
auditorio me acompañó con atención y con un aplauso prudente, moderado y en ese
contexto y a la luz de mis tesis, generoso. Al terminar se acercaron algunos
magistrados de dos de los tres países aludidos —Venezuela, Bolivia y Ecuador— y
me pidieron que les envíe mi ponencia. Los tres, cada uno por su parte, me
solicitan que no lo hiciera a sus correos oficiales. Una señora —que se quedó mi
ponencia con anotaciones— se acercó para decirme: “gracias, porque nos trajo un
poco de oxígeno”. Lo más gratificante fue el abrazo de un magistrado que me
felicitó por el valor para decir lo que dije en el contexto en el que lo expuse.
Al escucharlo no pude dejar de pensar con cierto orgullo nacionalista —poco
común en mi caso— que, a pesar de nuestros múltiples problemas, en México los
profesores universitarios no necesitamos valor para decir este tipo de cosas.
Después de mí, para cerrar el evento, expuso el colega español al que he hecho
más de una mención y que ha jugado un papel importante en la confección de las
constituciones venezolana, ecuatoriana y boliviana. Su ponencia me pareció
sólida. Y me resultó particularmente interesante porque, al ser un promotor del
“nuevo constitucionalismo latinoamericano”, delineó algunas de sus tesis
principales: la importancia de las asambleas constituyentes populares; el peso
de la fuerza democrática sobre las instituciones elitistas de garantía (cortes
constitucionales); la participación ciudadana constante; el referéndum como
instrumento de consulta de todas las reformas a la constitución; la iniciativa
popular; el poder constituyente recogido en la propia constitución, básicamente.
Al escucharlo me acordé de los dilemas que ocuparon mis reflexiones cuando
escribí mi tesis de doctorado, precisamente sobre las tensiones entre el
constitucionalismo y la democracia. Y no pude dejar de sorprenderme ante lo
mucho que nos cuesta entender que el poder, en las manos de quien sea, si no se
limita, se vuelve tiránico.
Después de pasar por el hotel partimos hacia la cena de clausura. Para llegar
subimos por un teleférico durante 20 minutos, lo que me permitió divisar una
bella vista de esa ciudad desordenada, ruidosa y ajena con la que no logré
conectarme. En el hotel en el que tendrá lugar la cena nos espera un
recibimiento cálido y discreto que promete una velada tranquila. Sin embargo,
una desafortunada intervención de la presidente del tribunal me regresa a la
realidad: esto es la Venezuela de Chávez. Narro solamente la médula de la
anécdota.
Aunque el viejo hotel en el que estamos no reviste el mayor interés turístico,
dado que solía ser un sitio lujoso y elitista, nos anuncian que tiene un valor
simbólico. Convencernos de ello será la tarea encomendada a una joven
trabajadora del lugar. Su misión parecía simple: contarnos en dónde existía una
pista de baile, cómo era el bar de los años setenta, etcétera. Pero la
presidente del tribunal esperaba otra cosa. Así que, cuando la muchacha se
disponía a concluir, la Dra. Morales le preguntó a bocajarro: dinos, por favor,
¿quién está recuperando y remodelando el lugar? A lo que la chica, que no dio
muestras de aptitudes para la esgrima mental, respondió: “pues…, unos
trabajadores”. La tensión se dejó sentir de inmediato y la presidente no
contribuyó a diluirla: “sí, claro, pero ¿cuál es la autoridad que decidió
recuperarlo?”. En respuesta, la muchacha, balbuceó: “el ministerio del poder
popular para el turismo”. La contestación, obviamente, fue insatisfactoria: “y…,
quién está por encima de ese ministerio”, reclamó sin tapujos la anfitriona del
evento. “Ah —alcanzó a mascullar la niña—, el presidente Hugo Chávez Frías”. El
silencio fue general y la escena fue patética. Pero lo fue todavía más la
preocupada intervención del jefe de protocolo del Tribunal Supremo de Justicia
de la República Bolivariana, quien se aprestó a confirmar que, en efecto, el
presidente había ordenado la recuperación del hotel y también había decretado
que éste ostentara el nombre indígena del parque en el que está ubicado: Waraira
Repano.
Finalmente, pasamos a cenar —una comida, como la de todos los días, buena y
austera— amenizados por una estupenda banda integrada por músicos que habrán
tenido una edad promedio de 65 años. Al término de la cena, con la hospitalidad
de siempre, nos regalaron recuerdos y materiales gráficos del evento y nos
acompañaron a presenciar un espectáculo de fuegos artificiales en la cúspide del
monte en el que nos encontrábamos. El congreso, ahora sí, había terminado.
Epílogo
En el aeropuerto, a las 5:00 a.m. del 10 de diciembre, aumentó mi deseo de
volver a casa. Me parecía extraño que entre ciudad de México y Caracas sólo
existieran cinco horas de vuelo (y una hora y media de diferencia). Para mí la
distancia era más grande: representaba dos modos de vida y dos proyectos de
futuro diametralmente distintos. Nuestro país, con sus miles de defectos, a
contraluz con Venezuela, se me antojaba como una bocanada de oxígeno para el
devenir latinoamericano; una promesa que no se ha cumplido pero que, si logramos
atender los rezagos sociales sin abandonar las libertades, todavía puede
materializarse.
Quizá por ello pagué sin mayores reparos los 120 dólares que me costó salir de
aquel país. Los primeros 60 me los cobró un personaje vulgarmente sentado en un
banco, enfrente del mostrador de Mexicana, con una pequeña caja de madera
abierta y repleta de dinero y dedicado a la tarea —a todas luces oficial— de
cobrar un impuesto para el turismo. A cambio del dinero, como si fuera mi
tarjeta de embarque, me entregó, nada más y nada menos, que la forma migratoria
de salida.
Obviamente, aunque lo intenté, no fue posible pagar con tarjeta de crédito. La
sensación de estafa fue fuerte pero eran más intensas mis ganas de regresar al
Distrito Federal. Y eso que todavía tuve que pagar 60 dólares más: antes de
entrar a la sala de espera que, para nosotros los ponentes era una sala VIP
tapizada con fotos de Chávez (una de las cuales encabezaba una curiosa “cadena
de mando” y venía acompañada por los retratos de sus inferiores, obviamente,
colgadas en secuencia descendente), tuve que desembolsar, ahora, el impuesto de
aeropuerto. También en efectivo.
Por eso y porque el amable personal de protocolo que nos acompañó en el
aeropuerto retuvo nuestro pasaporte hasta el último momento, cuando por fin nos
acompañaron a la sala de espera general, un simpático y ocurrente profesor
brasileño —con el que, ante la experiencia, desarrollé una relación de
complicidad y camaradería— me abrazó bromeando al grito ¡libres!, yo, en verdad,
celebré la broma. Y, en efecto, al despegar el avión hacia México, mi país, con
sus miles de problemas y su indignante injusticia social, se me antojó moderno,
democrático y libre. Lástima que no lo sea tanto.
Pedro Salazar Ugarte. Investigador del Instituto de Investigaciones
Jurídicas de la UNAM. Es autor de El derecho a la libertad de expresión
frente al derecho a la no discriminación.
Cortesía de: Abel Ibarra
Spanish Editor, La Gaceta Newspaper
Tampa, Florida, USA